¿La arbitrariedad nos hará más competitivos?

A propósito de un reciente pronunciamiento sobre la «Política Nacional de Competitividad y Productividad» a aprobarse por el Ministerio de Economía y Finanzas del Perú

Hace pocos días he suscrito, junto a un nutrido grupo de colegas peruanos, una carta abierta al Presidente de la República del Perú en la que se expresa una opinión crítica en torno a la denominada «Política Nacional de Competitividad Productividad y Competitividad» que estaría próximo a aprobar el Ministerio de Economía y Finanzas.

El texto habla por sí mismo, por lo que remito a los atentos amigos de este espacio compartido a su lectura, sin más comentarios que los que puedan desprenderse de las tres preguntas que formulo a continuación:

PRIMERA: ¿Puede alguien seriamente sostener que legitimar la arbitrariedad y el abuso en el ejercicio de la facultad de despedir, como ocurriría si se legalizan las extinciones sin causa alguna o adoptadas de forma fraudulenta, hoy sancionadas de forma severa en el Perú en aplicación de pronunciamientos expresos del Tribunal Constitucional, puede contribuir a hacer más competitivas a nuestras empresas? 

SEGUNDA: ¿Es jurídicamente posible quitar validez a decisiones adoptadas por el supremo intérprete de nuestra Constitución en aplicación directa de sus contenidos a través de normas de rango legal o reglamentario?

TERCERA:  ¿No sería más serio y adecuado plantearse la necesidad de reformar la regulación de las extinciones contractuales por causas relacionadas con el funcionamiento de la empresa, cuyas deficiencias la hacen en la actualidad muy poco operativa, en vez de tratar de facilitar, por la vía que se ha indicado, el uso del despido sin causa como una forma de reducción de personal encubierta ?

A CONTINUACIÓN EL TEXTO DE LA CARTA Y LA LISTA DE FIRMANTES:   

¿Debe ser la toxicomanía causa de despido? La visión crítica de TFM de Alejandra Pirez

En los últimos años la renovación del ordenamiento laboral ha sido enfocada como un imperativo vinculado esencialmente con su adaptación a las necesidades derivadas de un entorno económico en constante transformación.  Muchos otros son, sin embargo, los contenidos del mismo que requieren ser revisados a la luz de los cambios sociales operados en las últimas décadas. Entre ellos se cuenta, qué duda cabe, la consideración de la toxicomanía, sin más añadidos, como causa de despido disciplinario, prevista desde 1980 por el artículo 54 del Estatuto de los Trabajadores.

El Trabajo de Fin de Máster defendido por Alejandra Pírez en julio de 2017 en el marco del Master Universitario en Derecho del Trabajo de la Universidad de Salamanca, que obtuviera en su día la máxima calificación, ha servido para ponerlo de manifiesto de manera particularmente clara, como podrán apreciar a continuación los lectores de esta bitácora.   

El hecho de que este trabajo haya sido distinguido recientemente con una mención honrosa en el marco del XIV Premio Massimo D’Antona, organizado por la organización italiana EIDOS en colaboración con el Instituto Europeo de Relaciones Industriales, para premiar al mejor trabajo de fin de master o tesi di laurea presentados entre 2016 y 2018 en España o Italia, hace especialmente propicia la ocasión para compartir las reflexiones de Alejandra Pirez sobre un tema de tanto interés como actualidad. Además de expresarle, por supuesto, mi felicitación por tan merecida distinción.

 A continuación se reproduce una nota de la autora sobre el tema, acompañada del acta de concesión del premio, el texto completo de su TFM y un artículo de síntesis publicado recientemente en Trabajo y Derecho.

TOXICOMANÍA Y DESPIDO: VISIÓN CRÍTICA

“Hábito patológico de intoxicarse con sustancias que procuran sensaciones agradables o que suprimen el dolor”. De esta forma define la RAE la toxicomanía, a la cual hacemos referencia habitualmente en el ámbito del derecho del trabajo por su inclusión en el artículo 54.2 del ET, entre los incumplimientos contractuales que pueden dar lugar a la extinción del contrato de trabajo.

De la mera lectura de la definición salta a la vista que el consumo de drogas para merecer el calificativo de “toxicomanía” debe de ocurrir de forma reiterada -con la reiteración mínima necesaria para entender estamos ante un hábito-, pero además, debe denotar una enfermedad -patología-.

En la medida que las faltas cometidas por los trabajadores, para poder ser sancionadas, deben haber sido cometidas de forma culpable, cabe preguntarse ¿podemos considerar una enfermedad como una conducta culpable?

La ludopatía ha sido considerada por el Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha como una situación que excluye la culpabilidad de la conducta. ¿No merece igual consideración la drogodependencia?

En ambos casos nos encontramos ante hábitos patológicos, pero en el caso de la drogodependencia la normativa española legitima a texto expreso, el ejercicio del poder disciplinario, haciendo al trabajador que padece tal enfermedad, merecedor de la máxima sanción: el despido disciplinario.

Parece ser que lo que merece el reproche en el caso de las drogodependencias es que la enfermedad tiene su origen en un accionar voluntario de la persona. Ello amerita al menos dos comentarios:

En primer lugar, es indiferente si el consumo inicia con una actitud voluntaria de la persona, en tanto cuando se desarrolla la dependencia es incapaz de interrumpir el consumo -y por ello, se requiere un tratamiento de rehabilitación-.

A lo expuesto agregar solamente que llama la atención como se condena, con total liviandad una enfermedad por tener su origen en un accionar voluntario de la persona, cuando existen muchas enfermedades que no dependen de predisposiciones genéticas, sino de hábitos alimenticios o, incluso del consumo de tabaco, y si son consideradas verdaderas enfermedades.

Los comentarios expuestos no apuntan solamente a reflexionar sobre la supresión o reformulación de la causal referida, sino también sobre la necesidad del establecimiento de un verdadero marco de protección para el trabajador drogodependiente, así como imponer la necesidad de adoptarse en el ámbito de las relaciones laborales, programas de prevención de consumo.

Sobre estos temas en concreto resultan muy positivos los avances que se han realizado vía negociación colectiva, incluyéndose medidas como la reserva del puesto de trabajo en supuestos de rehabilitación como mecanismo de apoyo al trabajador que cursa esta enfermedad, sin perjuicio de lo cual, no es una materia que pueda ser librada al posible acuerdo entre ambos sectores.

En definitiva, nos encontramos ante una temática que merece un enfoque mucho más amplio del que estas líneas permiten, pero también por parte de la legislación española que se ha limitado a legitimar el ejercicio del poder disciplinario en situaciones de consumo de drogas, ignorando el hecho de que el trabajador adicto es en puridad, un trabajador enfermo.

El acta de concesión del Premio di Laurea Massimo D’Antona puede ser descargada desde el siguiente enlace:

Veredicto-2018 -Premio di laurea Massimo D’Antona

El TFM de Alejandra Pirez, titulado «Consumo y tenencia de drogas en el ámbito laboral desde la óptica de los poderes empresariales», puede ser descargado desde el siguiente enlace:

TFM-Consumo y tenencia de drogas en el ámbito laboral desde la óptica de los poderes empresariales – Alejandra Pirez Ledesma

El artículo de Alejandra Pirez «Drogodependencia: entre la enfermedad y el despido disciplinario», publicado en Trabajo y Derecho número 37, puede ser descargado desde el siguiente enlace:

Articulo-Drogodependencias: entre la enfermedad y el despido-Alejandra Pirez

La insuficiente sanción del fraude en la contratación temporal

Siempre he pensado que el principio de estabilidad en el empleo es un principio esencialmente flexible, cuya principal virtud radica en promover la permanencia de los contratos de trabajo mediante la adaptación de su duración a la de las necesidades empresariales que buscan satisfacer. Algo que se consigue, como es sabido, sustituyendo la libre determinación de su plazo inicial de vigencia por una regla de carácter imperativo que establece dicha vinculación.

La falsa idea de que esta regla introduce un elemento de intolerable rigidez en el funcionamiento de las empresas, sin embargo, ha conducido en las últimas décadas a una tortuosa evolución normativa en muchos ordenamientos, el español incluido, dirigida establecer excepciones injustificadas a su aplicación, en un primer momento, y a minar las garantías que le sirven de respaldo, con posterioridad.

El resultado ha sido una importante elevación de la tasa de temporalidad o precariedad en el empleo, de nefastas consecuencias, no solo para los trabajadores sino para las propias empresas, la economía y la sociedad en su conjunto, como no dudan en afirmar la mayor parte de observadores del fenómeno. Piénsese en el 34.5 % alcanzado en España en 2005 y del repunte sostenido que la misma viene experimentando, luego de una temporal reducción durante la crisis, que la coloca hoy ya en el 27.4 %.

Una cifra preocupante, sin duda, pero que no debe hacernos perder de vista que, a pesar de todo, en España más del 70 % de los trabajadores mantienen vínculos laborales de carácter indefinido en la actualidad. Y que, por tanto, la contratación por tiempo indefinido, en términos estructurales, sigue siendo entre nosotros la regla y no la excepción.

Este dato, al que no suele prestarse demasiada atención pese a su importancia crucial, resulta tanto o más llamativo a la luz del marco normativo actual, que no se caracteriza precisamente por ofrecer una verdadera garantía del principio de estabilidad, sino más bien al contrario.  Basta reparar en el carácter meramente simbólico que tienen las indemnizaciones por extinción injustificada de un contrato temporal celebrado en fraude de ley para corroborarlo. Lo cual corrobora, por cierto, la antes referida adherencia del principio de estabilidad a las necesidades y requerimientos reales de las empresas. De lo contrario el índice de temporalidad sería todavía más elevada.

¿Qué hacer, a partir de aquí, para preservar esa no precisamente irrelevante tasa de estabilidad e ir reduciendo progresivamente la de temporalidad, poniendo freno a la escalada en la que se encuentra inmersa? ¿Debilitar aún más la protección frente al uso ilegítimo de los contratos de duración determinada o reforzarla? Porque opiniones en ambos sentidos se han vertido en los últimos tiempos y están presentes en el debate político y jurídico más actual.

Este es el decisivo interrogante para el que busca ofrecer respuestas la Opinión preparada por el autor de esta bitácora para el número 38 de Trabajo y Derecho, que me complace mucho compartir con sus amables y pacientes lectores.

En ella se podrá apreciar cómo no solo existen argumentos que aconsejan reforzar la garantía del principio de estabilidad, sino opciones de intervención, tanto a nivel normativo como jurisprudencial, capaces de favorecer ese resultado.

La cubierta y el sumario de Trabajo y Derecho número 38 pueden ser descargados desde el siguiente enlace:

Trabajo y Derecho_38-2018-cubierta y sumario

La Opinión de Wilfredo Sanguineti sobre «La insuficiente sanción del fraude en la contratación temporal» puede ser descargada desde el siguiente enlace:

Trabajo y Derecho_38-2018-opinion-WSANGUINETI

Dos preguntas sobre el «contrato único», en vísperas de las elecciones generales

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La campaña electoral actualmente en plena ebullición está siendo testigo del resurgimiento de la propuesta, a estas alturas no novedosa, de acabar con la dualidad del mercado laboral español mediante la creación de un «contrato único» que sustituya a las modalidades de contratación existentes.

La referencia a esta figura, importada por una de las fuerzas políticas en liza de la propuesta lanzada hace un lustro por la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (FEDEA),  no puede ser más escueta en su formulación programática:

· «Eliminar los contratos temporales para las nuevas contrataciones, pues, en la  actualidad, se usan en fraude de ley para necesidades que no tienen carácter temporal.

· Todas las nuevas contrataciones se harán con un contrato indefinido con indemnizaciones crecientes, proporcionales a la antigüedad del trabajador en la empresa. Este cambio no afectará a los contratos existentes».

¿Acabar con la temporalidad haciendo fijos a todos los trabajadores? ¿Penalizar más las extinciones cuanto más antiguo sea el trabajador? Formulada con semejante simpleza, la propuesta se presenta, dicho sea desde un inicio, todo menos desdeñable. Es más, seguramente puede ser considerada particularmente atractiva.

¿Por qué entonces causa tantas resistencias en las demás fuerzas políticas y los agentes sociales, como hemos podido comprobar en los recientes debates electorales? Y ¿por qué, además, se la acusa de representar una fórmula encubierta de generalización de la precariedad o un mecanismo dirigido a acabar con la dualidad del mercado de trabajo español haciendo a todos los trabajadores precarios?

Seguramente la respuesta se encuentra en dos cuestiones que la propuesta no precisa.

La primera de ellas tiene que ver con su relación con el principio de causalidad del despido. ¿La indemnización creciente de la que se habla se aplicará a toda clase de despidos o solamente a los improcedentes? Porque, como es evidente, si ocurre lo primero, se habrá conseguido dar la puntilla al principio de causalidad del despido, consagrado por el artículo 35 de la Constitución, convirtiéndolo en un acto sujeto a la decisión discrecional del empresario, bien que asumiendo los costes correspondientes. A un régimen de despido libre pagado, en suma. Algo que no parece precisamente compatible con los objetivos de promoción de unas relaciones laborales más estables y menos duales como las que se dice propugnar.

La segunda, por su parte,  se vincula con la naturaleza y el monto de la indemnización misma.  Porque ya, que se sepa, el cálculo de la indemnización por despido es en la actualidad proporcional a la antigüedad del trabajador (45 o 33 días por año de servicios, dependiendo de la fecha de ingreso del trabajador). Aunque en la redacción de la propuesta que se cita no aparece alguna referencia a este decisivo asunto, lo que podría inducir a las más variadas especulaciones, podemos tener en cuenta para valorar los alcances de esta iniciativa lo que en su día propusieron los expertos de FEDEA, en cuyo trabajo se inspira.

Pues bien, lo postulado por estos no es, ni un endurecimiento del sistema actual, ni un mantenimiento del mismo, sino la creación de uno nuevo en el que la indemnización por despido  no solo se calcula dependiendo del numero de meses o años que lleva el trabajador en la empresa , sino por el propio monto asignado a cada año no es uno fijo como hasta ahora, sino también creciente en función de esa antigüedad. Y que parte de un importe sensiblemente inferior al actual.

En concreto, el punto de partida es de 12 días de indemnización por el primer año de servicios, que se irían incrementando progresivamente hasta llegar a los 36 días por año a partir de los 12 años de antigüedad.

No es preciso ser un gran conocedor de nuestro ordenamiento jurídico para darse cuenta de que esa indemnización coincide con la que ha de abonarse ahora a cualquier trabajador con contrato de duración determinada al término del mismo por  vencimiento del plazo establecido. Y que, por lo tanto, lo que en el fondo se está proponiendo es que todos los trabajadores que ingresen a trabajar en España tengan una protección equivalente a la que tienen ahora los trabajadores temporales, de forma que los obstáculos para la extinción de sus contratos sean los mismos. Es decir, tratarlos a todos como ahora se trata a los temporales. O incluso peor, ya que actualmente los trabajadores temporales pueden acceder a una indemnización mayor, de 33 días por año de servicios, si se establece que su contrato de duración determinada había sido celebrado en fraude de ley.

Solo aquellos trabajadores que «resistan» a esta fase inicial de marcada desprotección podrán, en consecuencia, superados alrededor de 10 años de contrato, tener una protección equivalente a la que tienen hoy todos los que son despedidos sin causa desde un inicio, sean fijos o temporales, es decir derecho al menos a una indemnización de 33 días de salario por año de servicios.

¿Acabar con la precariedad o extenderla? Juzguen ustedes mismos, tenaces amigos de este cuaderno de notas.

En cualquier caso, recuérdese un dato que se suele olvidar al fragor de las denuncias sobre la precariedad del sistema laboral español, pero que resulta en mi opinión decisivo: hoy mismo, pese a todo lo que se ha legislado y hecho en contra y a la levedad de los controles, alrededor del 75 % de los trabajadores españoles siguen contando con un contrato de trabajo por tiempo indefinido. Es decir, son fijos. ¿Vale la pena poner en riesgo estos niveles de estabilidad, aunque mejorables creo que no desdeñables, por propuestas como las que se comenta, que condenan a una interminable rotación potencial a todos los trabajadores de nueva contratación?

En realidad, lo que hay que hacer para acabar con el fraude en la contratación temporal no es suprimir las modalidades de contratación temporal, que bien utilizadas responden a necesidades empresariales atendibles, ni tampoco suavizar la reacción frente a él, sino todo lo contrario: condenarlo de manera más severa. Lo que revela de manera abrumadora la experiencia es que tratar a la extinción de un contrato temporal fraudulento como un despido disciplinario improcedente, recurriendo por cierto para ello a una muy discutible asimilación, no tiene ningún efecto disuasorio de su mal uso. Al contrario, lo convierte en una operación fácil de realizar y de costes manejables.

Esperemos pues que el debate político nos ilumine en esta ultima semana con propuestas más meditadas y menos peligrosas que la comentada.  Y que el cambio político contribuya a construir espacios de transformación de nuestra relaciones laborales.

Trabajo y Derecho núm. 11 y el retorno del debate sobre los criterios de calificación del contrato de trabajo

Trabajo y Derecho número 11 - cubierta

El número 11 de TRABAJO Y DERECHO, cuyo sumario me permito compartir con los amables amigos de este cuaderno de notas, incluye un conjunto de textos de gran importancia para todos los interesados en tomar el pulso a la actualidad del mundo de las relaciones de trabajo y su ordenación jurídica.

Entre ellos se encuentra un importante estudio de mi apreciado colega y amigo Luca Nogler, catedrático de Derecho del Trabajo de la Universidad de Trento, titulado «Contrato de trabajo y organización»,  que aborda con aire renovador una cuestión objeto de permanente atención por parte de los juristas del trabajo, como es la relativa a la tipicidad del contrato de trabajo y los criterios en función de los cuales ha de abordarse la tarea de calificar una concreta relación como constitutiva del mismo.

El telón de fondo de las reflexiones de Nogler está representado por la reforma laboral puesta en marcha recientemente en Italia por el Gobierno Renzi a través del Decreto Legislativo 81/2015, y en particular por la decisión de poner fin a la orientación de política legislativa dirigida a facilitar las fórmulas de trabajo autónomo coordinado y continuado  iniciada en 2003 a través de la denominada ley Biaggi, mediante la introducción de una nueva «presunción absoluta», como la califica el propio autor, en el sentido de que «a partir del 1 de enero de 2016 se aplica la disciplina de la relación de trabajo subordinado también a las relaciones de colaboración mediante prestaciones de trabajo exclusivamente personales, continuadas y cuyos términos de ejecución se organicen por el comitente, incluidos los relativos al tiempo y al lugar de trabajo».

Para Nogler esta presunción es capaz de reconducir al cauce del contrato de trabajo muchos falsos contratos de trabajo autónomo  celebrados al abrigo de la orientación legislativa precedente. Pero no solamente. A la vez arroja nuevas luces sobre la siempre delicada cuestión de la delimitación de los elementos configuradores del contrato de trabajo, en la medida en que supone un directo reproche a las tesis más restrictivas sobre la naturaleza del elemento subordinación, que parten de asimilarlo a la heterodirección para negar la naturaleza laboral de ese tipo de relaciones.

Frente a ello, el autor sostiene la tesis de que el objeto del contrato de trabajo consiste en la colaboración heteroorganizada del trabajador, la cual no debe necesariamente manifestarse a través de la indicación precisa al trabajador de las tareas que debe desarrollar durante la ejecución de la relación, pudiendo ser suficiente la determinación por el acreedor de otros elementos relativos a la organización del trabajo, como el horario, el lugar de trabajo y la interacción con otros trabajadores.

Las anteriores son consideraciones trasladables sin dificultad al ordenamiento español, dentro del cual no se tipifica la prestación del trabajador por el artículo 1.1 del Estatuto de los Trabajadores como una sujeta a órdenes del empresario, sino desarrollada «dentro del ámbito de organización y dirección» del mismo, debiéndose además considerar como tal a quien «recibe» dicha prestación.

Es más, resulta de particular utilidad para hacer frente a la problemática judicial planteada por la aplicación del tipo contrato de trabajo, que en su gran mayoría está representada, como quien escribe estas líneas ha podido comprobar en más de una ocasión, por la calificación de relaciones de colaboración coordinada y continuada rotuladas inicialmente como civiles en vez de laborales.

Para ello es necesario, no obstante, que la jurisprudencia abandone una visión de los elementos del contrato de trabajo y en particular de la subordinación que, desaprovechando la flexibilidad presente en la definición del artículo 1.1 del Estatuto de los Trabajadores, termina por exigir en bastantes casos la prueba de la sujeción del trabajador a las órdenes del empresario sobre la base de negar el debido valor probatorio a elementos como los anotados por Nogler.

Textos muy llamativos por su rigidez, como el contenido en numerosas resoluciones judiciales en el sentido de que por más que «la dependencia no se configura en la actualidad como una subordinación rigurosa e intensa», «la flexibilización en la exigencia de este requisito debe hacerse de manera rigurosa», son pena «de vaciar de contenido otras posibles formas de colaboración» contempladas «como ajenas al derecho del trabajo», deben ser revisados a la luz de consideraciones como las que se apunta Nogler si se quiere hacer frente a los desafíos que la coyuntura actual plantea al ordenamiento laboral.

Esta clase de planteamientos, que desplazan la tradicional desconfianza frente al uso de modalidades de contratación no laborales hacia la pretensión de obtener su recalificación en sede judicial, son expresión de una política dirigida a favorecer el incremento del trabajo autónomo en detrimento del trabajo subordinado sin reparar en los medios utilizados para ello que empieza a dar signos de agotamiento y reclama con urgencia su revisión también en España.

Herramientas para ello existen, sin duda. Y se encuentran además presentes desde tiempo atrás en nuestra legislación. Es tarea de los jueces, cuya labor se encuentra precisamente  en su origen, recuperar su aplicación.

El sumario del número 11 de Trabajo y Derecho puede ser descargado desde el siguiente enlace:

Trabajo y Derecho número 11 – Sumario

El Tribunal Supremo aclara: no todo es posible cuando de modificar las condiciones laborales se trata

Honoré Daumier, Grabado

Honoré Daumier, Grabado

Imaginen ustedes por un momento, sufridos amigos de este cuaderno de notas, que trabajan para una empresa que ha visto reducido su nivel de ingresos en los últimos años como consecuencia de la crisis. No es tan difícil hacerlo. A continuación imaginen también que, con el fin de hacer frente a esa situación, la empresa les plantea realizar algunos cambios en sus condiciones laborales, recurriendo a las posibilidades que le ofrece el artículo 41 del Estatuto de Trabajadores. ¿Creen ustedes que la existencia de esa situación la habilitaría a introducir cualquier alteración en dichas condiciones? ¿Cualquier variación en el importe o los componentes de su salario? ¿Cualquier cambio en la duración o la distribución de su jornada laboral?

Supongo que no. Supongo, si no es mucho suponer, que coincidirán conmigo en que los cambios que la empresa podrá introducir de forma legítima serán solamente aquellos que guarden relación con la situación de partida y pueda considerarse que contribuyen a hacerle frente. Parece de sentido común, ¿no es verdad?

Dice la sabiduría popular, sin embargo, que el sentido común es el menos común de los sentidos. Y no se equivoca. Al menos en este caso.

Porque si en algo estuvieron de acuerdo varios de los primeros comentaristas de las modificaciones introducidas en el artículo 41 en 2012 fue, precisamente, en sustentar el punto de vista contrario. Es decir, en entender que a través de la nueva redacción de este precepto se otorgaba al empresario “un poder prácticamente omnímodo” para modificar sustancialmente las condiciones laborales de los trabajadores. O en considerar que al mismo le bastaba con alegar alguno de los motivos previstos por la norma para llevar a cabo la modificación, “sin que se le exija ya por la regla legal que acredite que su articulación deba cumplir ninguna función de mejora en ningún sentido para la organización empresarial”. En ello coincidieron, tanto juristas críticos, interesados en deslegitimar la reforma, como juristas ligados a la defensa de los intereses del sector empresarial, volcados en el cumplimiento de su misión. No hace falta que los cite. Si acaso que recuerde, respecto de los primeros, algo que me enseñaron mis mayores: que había que medir mucho las consecuencias de lo que se dice y de lo que se hace, ya que el infierno está empedrado de buenas intenciones.

Que la anterior lectura del sentido de la norma no era, no digamos la correcta, sino al menos la única posible, saltaba a la vista, dada la finalidad de la institución que regula y los valores fundamentales por ella concernidos, que impiden considerar el poder de modificación reconocido al empresario como uno de ejercicio cuasi discrecional o no sujeto a límites. Y  así tuvimos la ocasión de decirlo en más de una ocasión algunas voces críticas al parecer más extendido.

Pues bien, una reciente sentencia del Tribunal Supremo, expedida el pasado 27 de enero en relación con un supuesto de modificación unilateral de las comisiones que abonaba a su personal una empresa comercializadora de prendas de vestir, por cierto no favorable a la pretensión de los demandantes, ha terminado por aclararlo.

No hace falta que me extienda en la presentación de la sentencia, que se adjunta a este comentario. Si acaso, creo que interesa destacar los matices que introduce la doctrina por ella acuñada y el singular aparato argumentativo que la sustenta. Lo haré brevemente.

Como no podía ser de otro modo, el Tribunal Supremo parte de reconocer que detrás de los cambios introducidos en el artículo 41 se encuentra la finalidad de potenciar la libertad de empresa. Algo indudable. No obstante, niega que de ello se deba deducirse la eliminación de la necesidad de valorar judicialmente la razonabilidad de las medidas que pretendan introducirse. Antes bien, entiende que, aunque no compete a los jueces ponderar la mayor o menor bondad de las mismas desde el punto de vista de la gestión empresarial, sí les corresponde emitir un juicio “de razonable adecuación entre la causa acreditada y la modificación acordada”, y no sólo “de legalidad en torno a la existencia” de la primera.

Los argumentos utilizados para ello son dos, ambos de novedosa factura. De un lado, la previsión por el precepto de acciones judiciales a las que es preciso reconocer la tutela prevista por el artículo 24.1 de la Constitución. Del otro, la necesidad de excluir que por esta vía pueda llegarse, mediante la autorización de todo tipo de reducciones de los salarios y las demás condiciones laborales, a situaciones de dumping social. Un resultado inadmisible, apostilla el Tribunal, a la luz de lo dispuesto por el artículo 151 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, que prevé como objetivo de la misma y de los Estados que la componen “la mejora de las condiciones de vida y de trabajo”.

Ciertamente, es reconfortante comprobar que, por una vez, los productos provenientes de la Unión Europea no son utilizados para desmontar nuestras instituciones laborales sino para garantizarlas. Algo que los reconcilia con la que siempre fue su función. Y ver además que, también al menos en una ocasión, la desregulación encuentra algún tipo de límite en función de la aplicación conjunta de los preceptos constitucionales y las normas comunitarias. Yo sigo pensando, de todas formas, que las cosas estaban suficientemente claras desde el principio. Confiemos ahora en que la línea jurisprudencial que así lo reconoce se consolide.

La Sentencia del Tribunal Supremo 599/2014, de 27 de enero, puede ser descargada desde el siguiente enlace:

http://www.poderjudicial.es/search/doAction?action=contentpdf&databasematch=TS&reference=6979460&links=&optimize=20140304&publicinterface=true

El embrollo del salario mínimo: retrato de un crecimiento excluyente

José Sabogal, Amancaes

José Sabogal, Amancaes

A cualquier observador externo, como por ejemplo los amigos que consultan esta bitácora desde España, les parecerá profundamente llamativo que en un país como el Perú, que lleva creciendo sostenidamente nada menos que al 6.5 % como promedio los últimos ocho años, el simple anuncio del Presidente del Consejo de Ministros de que el Gobierno estaba evaluando una posible elevación del salario mínimo vital, suscitase una reacción de tanta virulencia por parte del Ministro de Economía de este país, por cierto refrendada con entusiasmo por la Primera Dama de la Nación, como para terminar forzando la renuncia del primero, así como la sustitución de la hasta entonces Ministra de Trabajo.

Sin embargo, esta perplejidad seguramente empezaría a diluirse si tuviesen en cuenta que este espectacular ciclo expansivo no ha servido para mejorar la participación de los salarios dentro de la renta nacional, que se ha mantenido estancada en torno al 21 %, sino que ha tenido más bien el efecto inverso, ya que han sido los beneficios empresariales los que han incrementado su espacio dentro de la misma, pasando del 58 al 63 %. Y terminaría de hacerlo si advirtiesen, además, que esta suerte de redistribución de la riqueza a la inversa ha sido el resultado de políticas estatales deliberadas, puestas en marcha a lo largo de los años noventa y mantenidas con posterioridad, dirigidas a desmontar la efectividad de las principales herramientas que, dentro de cualquier sistema democrático que aspire a un mínimo de equilibrio desde el punto de vista social, contribuyen a favorecer un reparto más equitativo de la riqueza. Unas políticas que han terminado por dar lugar al modelo de crecimiento excluyente y promotor de la desigualdad, en vez de inclusivo y equilibrador, en el que se mueve este país.

Las decisiones políticas adoptadas, sustitución del Presidente del Consejo de Ministros y congelación  del salario mínimo vital, se explican con facilidad en este contexto y a partir de esta visión en torno a la manera de gestionar el crecimiento y sus beneficios.

Poco importan, por esta razón, la multitud de argumentos esgrimidos a lo largo del debate que se ha producido en las últimas semanas a favor de una elevación de dicho salario. Poco importa, así, que el mismo lleve sin modificarse dos años, que este sea el período previsto para su revisión a propuesta del Consejo Nacional de Trabajo, que a lo largo del mismo la inflación acumulada haya sido del 6 % y la productividad se haya elevado en un 4 %, que estos sean precisamente los dos criterios a partir de los cuales debe llevarse a cabo su revisión de acuerdo con la metodología consensuada por los agentes sociales en el marco del organismo antes citado, que el empleo creció y la informalidad se redujo en las dos ocasiones anteriores en las que este mismo Gobierno incrementó dicho salario, en contra de lo que declara que ocurrirá el Ministro de Economía, que la subida del salario mínimo está en condiciones de impactar positivamente en la demanda y, por esa vía, en el crecimiento y la inversión, o, en fín, que el Perú cuente con uno de los salarios mínimos más bajos de la región.

Poco importa todo esto porque, en el fondo, y ésta es la clave, poco importan las personas, sus condiciones de vida y de trabajo. Incluso cuando, como ocurre ahora, su mejora es posible y está en aptitud de reportar beneficios para todos.

¿Qué futuro espera a un país conducido por quienes piensan de tal modo? Quizá un futuro luminoso, donde el bienestar termine por “chorrear” a todos los sectores de la población. Permítanme que lo dude.

Esta nota no hubiera sido posible sin la valiosa ayuda de mi estimado amigo Fernando Cuadros, al que su dedicación a la economía no lo ha alejado de las necesidades de la gente sino que lo ha aproximado más a ellas. Como debería ser. A su amabilidad debo el conjunto de artículos de prensa y opiniones que cuelgo a continuación para ilustración de los sufridos lectores de este espacio compartido. Va también un texto de un compañero y amigo de toda la vida, economista también, Pedro Francke, cuyo trabajo académico y actividad política recogen lo mejor de nuestra generación. Y, finalmente, un artículo de alcance general de Fernando Cuadros y Lily Ku Yanasupo, que reivindica el enfoque del salario mínimo desde una perspectiva de desarrollo humano y de capacidades.

Sí puede subir la RM_Gonzalez Izquierdo

RM e institucionalidad débil_Campodónico

Comentario de David Rivera-Lauer

RM_Elmer Cuba

Mitos salariales_RM_Alarco

Aumento de productividad y salarios -_Gestión

RM en Latinoamérica

SMV Francke

Artículo Ingreso Mínimo Cuadros – Ku

APOSTILLA:

Añado al texto el siguiente comentario que otro amigo y compañero de muchos años, Alan Fairlie, cuyo contenido comparto plenamente:

Wilfredo,tu excelente artículo toca un tema central. Pero el correlato institucional que lo hace posible no debe olvidarse. Poderes fácticos que sin intermediarios han tomado control del Estado, y debilidad política de las fuerzas sociales alternativas que han sido mecidas o traicionadas en las últimas décadas. Puede haber una polarización con resultados imprevisibles, si esas demandas acumuladas no se canalizan adecuadamente.

¿Y si George Clooney fuera español?

UP IN THE AIR 3

Sobre la apenas disimulada tolerancia del legislador ante las formas manifiestamente arbitrarias de despedir

Recordarán los sufridos lectores de esta bitácora cómo el avezado muñidor de despidos encarnado por George Clooney en UP IN THE AIR (Jason Reitman, 2009), cuya actividad profesional consistía en recorrer el territorio norteamericano comunicando en persona y mediante un formulismo más o menos airoso la extinción de su relación laboral a los afectados, se vio finalmente superado en audacia por una joven colega que propuso realizar esa tarea mediante videoconferencia, con el consiguiente ahorro de los costes de desplazamiento. Un hecho que, unido otros convenientemente enlazados por el guión de la película, condujo a su protagonista a tomar conciencia de la falta de empatía y humanidad de su proceder anterior.

Dice un viejo refrán castellano que “conviene no dar ideas”, sobre todo cuando de obrar mal se trata. Y, nuevamente, como ocurre con muchos refranes, acierta de plano, ya que esta semana se difundió a través de una web especializada, a la que por cierto accedí nuevamente a través de mi colega y amigo Eduardo Rojo, la noticia de que una empresa estadounidense del sector de la comunicación había procedido a despedir a un elevado número de trabajadores convocándolos a una videoconferencia, en el marco de la cual les indicó, sin más explicaciones, que “por desgracia su puesto de trabajo ha sido suprimido”, razón por la cual “hoy es su último día de trabajo en la empresa”.

La primera reacción que suscita este comportamiento es de indignación y rechazo, dada la evidente desconsideración y falta de sensibilidad hacia los trabajadores que lo sufrieron que supone. Como indica el propio redactor de la noticia: “eficiente, claro; humano, definitivamente no”. La segunda, muy posiblemente, la de añadir a esta indignación una afirmación tranquilizadora: “afortunadamente esas cosas no suceden en España”.

Y es verdad. No suceden aquí, al menos de momento. No suceden, pero sí suceden otras, y con bastante frecuencia además, expresivas de una desconsideración hacia las personas que trabajan equivalente, sino superior. Y lo hacen sin que esto suscite nuestra indignación.

Entre ellas podemos contar las siguientes:

· Despidos con falta absoluta de forma, bien puramente verbales o incluso de hecho.

· Despidos con defectos graves de forma, como pueden ser la no indicación de la causa que los motiva o la fecha a partir de la cual tendrán efectos.

· Despidos basados en causas notoriamente insuficientes o ineficaces para dar lugar a la extinción del vínculo laboral.

· Despidos fundados en la imputación al trabajador de hechos ficticios, falsos o imaginarios.

Cierto es que en todos estos casos se trata de comportamientos ilícitos. El hecho de que, a pesar de ello, constituyan moneda corriente dentro de nuestras relaciones laborales nos advierte de hasta qué punto el remedio previsto por el legislador frente a ellos (el abono de una indemnización, la cual ha visto mermada en más de un 25 % su cuantía a partir de 2012, salvo que el empresario prefiera, en contra de toda probabilidad en casos como estos, readmitirlo) se revela absolutamente ineficaz a los efectos de desalentar su puesta en práctica. Antes bien, puede incluso afirmarse que su tibieza, unida a su progresivo aligeramiento, los alientan.

Progresivamente, reforma tras reforma, desde los años ochenta, en función de un economicismo mal entendido, el legislador ha ido despojando al ordenamiento laboral español de todas las garantías que tenía previstas frente a las conductas de este tipo (en particular, la nulidad frente a los despidos informarles, con defecto de forma o en fraude de ley) hasta llegar a la actual situación de deshumanización, en la que lo que menos importa es la consideración debida de la persona del trabajador. Por no hablar aquí, claro, de la garantía de su derecho constitucional al trabajo.

Este es, qué duda cabe, un estado de cosas intolerable, para nada exigido por la eficiencia y la competitividad de las empresas. Antes bien, resulta contrario a un entendimiento adecuado y virtuoso de ambas. Pero, sobre todo, claramente vulnerador de los valores fundamentales consagrados por la norma constitucional. Unos valores entre los cuales se cuenta, como es sabido, la protección de la dignidad de la persona y los derechos que le son inherentes (artículo 10.1).

La reconstrucción del Derecho del Trabajo español desde bases nuevas, que habrá que afrontar en el futuro como el proceso de deterioro actualmente en marcha no cese, deberá, por ello, tener en la recuperación de esta preocupación personalista uno de sus elementos fundamentales. Entre tanto allí está, plenamente vigente y con fuerza normativa inmediata, la actual Constitución, a la espera de que se dé aplicación efectiva a sus mandatos por quienes están llamados a hacerlo.

La noticia que motiva este post puede ser descargada desde el siguiente enlace:

http://www.equiposytalento.com/noticias/2014/02/03/patch-despide-a-cientos-de-empleados-en-una-videoconferencia

Sobre cómo los jueces no se resignan a tolerar las malas prácticas empresariales: el caso del despido por enfermedad

Honoré Daumier, Un litigante descontento

Honoré Daumier, Un litigante descontento

A propósito de la Sentencia del Juzgado de lo Social número 33 de Barcelona de 19 de noviembre de 2013

El pasado martes pude asistir, en el marco de la XXIV edición de los Cursos de Especialización en Derecho de la Universidad de Salamanca, a una conferencia del profesor Luis Aguiar de Luque sobre el rol del juez en el Estado Social y Democrático de Derecho cuyo argumento central guarda una estrecha relación con la cuestión que pensaba desarrollar este fin de semana en este cuaderno de notas.

En su conferencia, Luis Aguiar puso de manifiesto cómo esta forma de Estado precisa de un nuevo tipo de juez, comprometido no solamente con la aplicación de los mandatos contenidos en la ley, sino también, y de manera particularmente intensa, con la efectividad de los principios y derechos consagrados por las normas de carácter fundamental. Un juez, por tanto, con capacidad cierta de incidir sobre la vida social y política mediante decisiones que, partiendo de la complejidad actual de nuestros ordenamientos, contribuyan a la plasmación de los valores que le sirven de fundamento. Libertad, justicia, igualdad y pluralismo político, en el caso de España, según el artículo 1.1 de la Constitución de 1978.

¿Puede un juez como éste, cuya actuación ha de ser valorada a partir de su contribución a la efectividad de dichos principios, admitir sin más determinados comportamientos que los niegan frontalmente y de forma deliberada, debido a que el legislador ordinario no ha previsto de forma expresa remedios adecuados frente a ellos o los tolera de manera más o menos velada?

Este es el dilema con el que se topó el juez del trigésimo tercer Juzgado de lo Social de Barcelona cuando acudió a él en demanda de tutela una trabajadora que, luego de sufrir un accidente de tráfico que la incapacitaba temporalmente para el trabajo, fue despedida por su empleador imputándole una causa claramente ficticia con el único propósito de obtener una declaración de improcedencia de esa decisión extintiva que le permitiese dar por concluido el vínculo laboral a cambio del pago de una indemnización, por lo demás no precisamente abultada en su caso.

Naturalmente, lo más fácil –y cómodo– hubiese sido en este caso aplicar de manera lineal el artículo 55.4 del Estatuto de los Trabajadores y declarar la improcedencia del despido, sin prestar atención a las consecuencias que de ello se desprenden para la trabajadora, que se vería privada del empleo de forma torticera a causa de una enfermedad que no la incapacita de forma permanente para el trabajo, ni a los valores fundamentales que de tal modo podrían verse mortificados. El juez, sin embargo, optó por ir más allá y declarar la nulidad del despido, al vislumbrar en la conducta empresarial la vulneración de hasta tres preceptos constitucionales: a) el artículo 24 (derecho a la tutela judicial efectiva), que se ve afectado por el carácter ficticio de la imputación, que coloca a la trabajadora en una situación de indefensión; b) el artículo 14 (principio de igualdad y no discriminación), al introducir la causa real del despido (la enfermedad) una discriminación prohibida, dado su notorio efecto segregacionista; y c) el artículo 15 (derecho a la integridad física), puesto que el despido ocasiona a la trabajadora un perjuicio por un acto de ejercicio de este derecho (la solicitud de una baja temporal en el trabajo a los efectos de recuperar la salud), vulnerando así la garantía de indemnidad que debe entenderse asociada al mismo.

Naturalmente, este paso de la aritmética legislativa al álgebra constitucional no se encuentra libre de obstáculos, plasmados incluso en la jurisprudencia precedente del Tribunal Supremo, por lo que habrá que estar atentos a su evolución en instancias superiores. Con todo, sirve para poner de manifiesto cómo dentro de un sistema jurídico como el nuestro resulta posible, sin violentar sus estructuras sino más bien a partir de ellas, hacer frente a algunas de las prácticas laborales abusivas que, lastimosamente, se han convertido en los últimos años en moneda corriente dentro de nuestras relaciones laborales.

El texto de la Sentencia del Juzgado de lo Social número 33 de Barcelona de 19 de noviembre de 2013 puede ser descargado desde el siguiente enlace:

Sentencia del JS 33 de Barcelona de 19-11-13 – NULIDAD DE DESPIDO POR ENFERMEDAD

El último acto de la reforma laboral de 2010: la Ley 35/2010, de 17 de septiembre

  

Angelo Morbelli, Per ottanta centesimi, 1895

 

La aprobación de la Ley 35/2010, fruto de la tramitación como proyecto de ley del Real Decreto-Ley 10/2010, no ha introducido ninguna variación de particular relieve en la orientación de conjunto de la norma que le dio origen. Todo lo dicho en esta bitácora sobre la versión inicial de la reforma laboral de 2010 (vease las entradas de 19 y 26 de junio, 3 y 10 de julio y 11 de septiembre) es, por tanto, aplicable casi sin matices a ésta, su versión definitiva.       

De todas formas, más allá de la infinidad de añadidos, correcciones, matices que el nuevo texto introduce en su precedente sin llegar a alterar el espíritu que lo anima, cuyo relato sería larguísimo de realizar aquí, existen tres cuestiones en relación con las cuales la Ley 35/2010 incluye novedades de importancia, dirigidas a profundizar líneas de intervención y orientaciones apuntadas ya por el Real Decreto-Ley 10/2010. Dado su interés, me parece que vale la pena que nos detengamos en ponerlos de manifiesto.       

Estos cambios afectan a las siguientes materias:       

1. La definición de las causas de despido por razones económicas       

En un intento de favorecer la operatividad de los despidos por razones económicas, la Ley no se conforma con indicar que estos proceden «cuando de los resultados de la empresa se desprenda una situación económica negativa», como hacía su antecedente, sino que nos ofrece ejemplos de hipótesis en las que es posible entender que ésta existe efectivamente. A estos efectos, el nuevo texto del artículo 51.1 ET señala que la misma podrá entenderse existente «en casos tales como la existencia de pérdidas actuales o previstas, o la disminución persistente (del) nivel de ingresos» de la empresa.       

La sola presencia de este tipo de situaciones, sin embargo, no determina la procedencia de las extinciones, como se ha insinuado en el debate periodístico sobre la reforma. Hay que tener presente que la propia norma exige a continuación que los indicados estados sean de una magnitud tal que estén en condiciones de «afectar a (la) viabilidad (de la empresa) o a su capacidad de mantener el empleo». Es decir, postula la necesidad de un nexo de causalidad entre la situación alegada y su gravedad, de un lado, y la necesidad de reducir el volumen de empleo existente en la empresa. Es más, precisamente con este fin, el precepto añade que el empresario que pretenda recurrir a un despido de estas características no sólo deberá probar «los resultados alegados», sino «justificar que de los mismos se deduce la razonabilidad de la decisión extintiva». A estos efectos, la Ley suprime la extravagante referencia inicialmente introducida por el Decreto al carácter «mínimo» de la razonabilidad de las extinciones, aunque vincula la misma a su utilidad «para preservar o favorecer (la) posición competitiva (de la empresa) en el mercado».       

Lo anterior determina una conformación del precepto sin duda más atenta a las necesidades empresariales, pero que -afortunadamente- no vacía el carácter causal de la institución. Y es que, incluso la tan criticada alusión a las pérdidas «previstas» debe ser cohonestada con las demás claves del precepto, no bastando por tanto su mera alegación si no va acompañada de la demostración de que de las mismas están en condiciones de afectar a la viabilidad de la empresa o el empleo dentro de ella, y de que las extinciones son una medida razonable desde el punto de vista empresarial para hacerles frente.        

2. La universalización del contrato para el fomento de la contratación por tiempo indefinido       

La pretensión de extender el ámbito de aplicación del contrato para el fomento de la contratación por tiempo indefinido es llevada a su máxima expresión por el artículo 3 de la Ley, que modificando la Disposición Adicional Primera de la Ley 12/2001 incluye entre la lista de colectivos con los que el mismo podrá concertarse a los «parados que lleven, al menos, un mes inscritos ininterrumpidamente como demandantes de empleo». Naturalmente, a la luz de esta indicación, que reduce a uno los tres meses previstos inicialmente por el Decreto, pierde buena parte de su sentido el esfuerzo del propio precepto de definir los demás colectivos a los que puede ser aplicada la figura, ya que ésta se vuelve de aplicación prácticamente universal tratándose de trabajadores de nueva contratación.       

Esta extensión resulta trascendente en la medida en que conlleva, a su vez, la práctica universalización de las modificaciones introducidas en el régimen jurídico de los despidos por razones objetivas tratándose de estos contratos, todas encaminadas a reducir de forma drástica su coste (e incluso a poner en cuestión de manera encubierta su carácter causal), a las que tuve la ocasión de referirme en la entrada el pasado 11 de septiembre. Unas medidas que vienen acompañadas, además, de la traslación a este ámbito del denominado «despido exprés» (despido reconocido como improcedente por el empresario).        

Esta operación tiene como consecuencia un claro debilitamiento de la operatividad de las garantías frente al despido, cuya aplicación está en condiciones de verse reducida de forma drástica en el futuro.       

3. El reforzamiento de la «disponibilidad colectiva» de los convenios sectoriales a nivel empresarial       

La intención de promover una mayor adaptabilidad del contenido de los convenios de sector a las necesidades de las empresas sometidas a su ámbito de aplicación condujo al Decreto a modificar los artículos 41 (modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo de naturaleza colectiva) y 82 («descuelgue» salarial) ET con el fin de reforzar la posibilidad de que los mismos puedan no ser aplicados a nivel de empresa cuando la situación de ésta así lo requiera y exista acuerdo entre la misma y los representantes de su personal. En el caso de los «descuelgues» salariales, ello se hizo suprimiendo la capacidad del convenio de sector para establecer de forma preceptiva las condiciones en las que el mismo podría tener lugar a nivel de empresa. Y en el de las modificaciones sustanciales tratando de aligerar al máximo la necesidad de causa para proceder a la inaplicación pactada de los contenidos del convenio superior, indicándose a tal efecto que «se entenderá que concurren las causas justificativas» exigidas por el artículo 41.1 ET cuando exista acuerdo entre la empresa y los representantes del personal.       

¿Qué cambios introduce ahora la Ley». Son dos, y además muy relevantes. El primero busca desterrar cualquier duda en torno a la falta de necesidad de causa para proceder a la inaplicación de los convenios colectivos en estos casos. A estos efectos, el nuevo texto del artículo 41.6 ET añade a la indicación de que «cuando el período de consultas finalice con acuerdo se presumirá que concurren las causas justificantes» exigidas, la expresa aclaración de que dicho acuerdo «sólo podrá ser impugnado ante la jurisdicción competente por la existencia de fraude, dolo, coacción o abuso de derecho en su conclusión». A este cambio se suma la traslación de esta regla a los «descuelgues» salariales, para los cuales no estaba prevista, mediante una modificación de muy similar tenor literal en el texto del artículo 82.3 ET.       

El resultado de esta doble modificación es una total «dispositivización», bien que a nivel colectivo y no individual, de los contenidos de los convenios colectivos de sector. Si bien estos formalmente siguen siendo vinculantes para todos los sujetos comprendidos en su ámbito de aplicación, su aplicación efectiva en un espacio concreto depende en última instancia de la voluntad de los mismos de someterse a ella, toda vez que, siempre que lo deseen, pueden apartarse de la disciplina convencional que los vincula llegando a un acuerdo colectivo en tal sentido.        

En un país con la estructura productiva de España, marcada por la absoluta preponderancia de las unidades productivas de pequeña o muy pequeña dimensión, en las que los órganos de representación no existen o carecen de experiencia o poder negociador, no es difícil presagiar el tipo de «descuelgues» a los que esta opción es capaz de dar lugar, máxime cuando la propia norma abre, en ambos casos, la posibilidad de que, en ausencia de representantes de los trabajadores, puedan estos proceder a elegir entre sí a los que se encargarán de negociar estas medidas.       

El texto de la Ley 35/2010, de 17 de septiembre, de medidas urgentes para la Reforma del mercado de trabajo, puede ser descargado desde el siguiente enlace:       

http://www.boe.es/boe/dias/2010/09/18/pdfs/BOE-A-2010-14301.pdf      

ADDENDA:

Se adjunta a esta entrada el artículo titulado «Coherencia política y huelga general», publicado el día de ayer 26 de septiembre por Fernando Valdés dal Ré en el diario El País. Este artículo puede ser descargado desde el siguiente enlace:   

http://www.elpais.com/articulo/primer/plano/Coherencia/politica/huelga/general/elpepueconeg/20100926elpneglse_9/Tes   

ADDENDA II:  

Se adjunta a esta entrada el post «Elogio de la huelga general», publicado por Antonio Baylos el día de ayer 28 de septiembre en su Blog personal:  

http://baylos.blogspot.com/2010/09/elogio-de-la-huelga-general.html  

La reforma laboral y el coste del despido: ¿tiene sentido premiar la arbitrariedad?

 

Bernhard Heising, Cristo se negó a obedecer, 1986-1988

 

A propósito de la sustancial reducción del coste del despido objetivo improcedente introducida por la Reforma Laboral     

Los que vienen son días previos a la convocatoria de la huelga general del 29 de septiembre, en los que los que las opiniones a favor y en contra de la ésta dominarán sin duda el escenario público. Un contexto como éste es poco propicio para la discusión sosegada y el intercambio sereno de puntos de vista. La coyuntura se presta, más bien, para otro tipo de debate, en el que priman las valoraciones de conjunto y los matices y cuestiones de detalle pierden relevancia.  Los matices y las cuestiones de detalle son, sin embargo, siempre importantes. Y en este caso resultan además -al menos en opinión de quien esto escribe- decisivos para realizar un juicio crítico sobre el paquete de  medidas de reforma adoptado.     

Si tuviese que elegir aquel aspecto de la reciente reforma laboral que merece una valoración más negativa, me quedaría sin dudarlo con la sustancial reducción de los costes del despido improcedente que a través de ella se ha llevado a cabo. En los pasados días llegó a mis manos un texto de José María Zufiaur sobre este tema titulado «El abaratamiento del coste del despido», en el que se ilustraban los efectos de esta medida a través de un cuadro que comparaba las cantidades que el empresario debía desembolsar en este supuesto antes del año 1994 y después de la Reforma Laboral de 2010. Simplificado y adaptado a lo que aquí quiero poner de manifiesto, el aludido cuadro puede ser presentado del siguiente modo:              

Evolución del coste del despido objetivo improcedente (CFCTI)  

   Indem.  FOGASA  Preaviso  S. T.  Total 
Antes  45  30  60  135 
1997  33  30  60  123 
2010  33  15  40 

Como puede apreciarse, el coste del despido improcedente se ha reducido, respecto de los «contratos para el fomento de la contratación por tiempo indefinido», cuya generalización propicia de manera decidida la Reforma de 2010, de manera más que significativa. Así, si tenemos en cuesta el coste de la extinción de un contrato de trabajo de un año de duración, la reducción es de nada menos que el 70 %, si se lo compara con los desembolsos que puede suponer la extinción no causal de un contrato indefinido ordinario (el coste, medido en días de salario, pasa de 135 a solamente 40).  Y del 67.7 %, de compararlo con lo que el empresario ha de pagar por extinguir de manera improcedente un contrato indefinido de la modalidad incentivada (40 días de salario en vez de 123).       

Aunque estos porcentajes decrecen conforme aumenta la antigüedad del trabajador, ya que algunos de los elementos a tener en cuenta en el cálculo (como el preaviso o los salarios de tramitación) no dependen ella, la diferencia resulta siempre muy relevante. Así, el «ahorro» de extinguir un contrato de este tipo cuando el trabajador acumula una antigüedad de cinco años es nada menos que del 40 % (de 255 a 140 días, siempre dentro de la modalidad incentivada), llegando a ser de todas formas del 31.1 % (de 783 a 540 días) tratándose de trabajadores que posean la antigüedad en la que se alcanza la indemnización máxima.         

No creo que valga la pena explicar con detalle cómo opera esta reducción. Baste con señalar que es el resultado de la acumulación de cuatro medidas distintas: a) la ampliación del espacio del «contrato para el fomento de la contratación por tiempo indefinido», con la consecuente extensión de su menor coste indemnizatorio por año trabajado en los casos de despido objetivo improcedente (33 días por año en vez de 45); b) la aplicación a esta clase de despidos de la asunción por Fondo de Garantía Salarial del abono de una parte de la indemnización equivalente a 8 días de salario por año de servicios; c) la reducción de 30 a 15 días del periodo de preaviso que debe concederse al trabajador en estos casos; d) la decisión de aplicar a estos supuestos la posibilidad de que el empresario impida el devengo de los salarios de tramitación mediante el reconocimiento de su improcedencia (despido exprés).           

La acumulación de semejante batería de medidas, todas ellas apuntando en la misma dirección, no creo que se deba a la casualidad. Antes bien, no me cabe duda de que responde a orientaciones claras de política del Derecho. ¿Cuáles pueden ser éstas? Mal que pese a los autores de reforma, creo que las mismas se deducen con total y absoluta transparencia del contenido de las decisiones que han sido descritas: el reforzamiento del poder de decisión unilateral del empresario en el gobierno de la relación de trabajo. O, dicho con aún más claridad: la legitimación de la arbitrariedad como forma de relación entre trabajadores y empresarios    

Es decir, en un aspecto tan decisivo para el conjunto de la dinámica de la relación laboral como es el relativo a su extinción, el legislador no solamente no promueve un uso responsable y serio de la potestad de despedir, sino que facilita su uso inmotivado y arbitrario, al «premiar» a aquellos empresarios que decidan extinguir al margen de todo motivo los contratos por tiempo indefinido de su personal con una sustancial reducción de los costes de tal decisión. Es más, puede decirse incluso que lo promueve, ya que la reducción alcanza su mayor extensión si el empresario recurre de manera deliberadamente falsa a las causas previstas por la ley y luego lo reconoce.         

¿Son estas medidas necesarias para una recuperación de nuestro mercado de trabajo? ¿Contribuirán a crear empleo? ¿Servirán para que en el futuro no experimentemos situaciones de drástica caída del empleo en situaciones de contracción económica como las que acabamos de atravesar? ¿Servirán para avanzar hacia la construcción de un nuevo modelo productivo que supere las deficiencias del que nos condujo a la situación en la que nos encontramos? Quienes hayan tenido la paciencia de leer hasta aquí pueden deducir cuál es mi respuesta a tan decisivas preguntas.            

El artículo de José María Zufiaur «El abaratamiento del coste del despido» puede ser descargado desde el siguiente enlace:    

http://www.nuevatribuna.es/noticia/39275/OPINI%C3%93N/abaratamiento-coste-despido.html 

La recepción del «modelo austríaco» y la causalidad del despido

   

Emilio Longoni, Reflexiones de un hambriento, 1894

 

Guiado por la idea, sobre cuyo origen existen pocas dudas, de que las indemnizaciones por despido son en España demasiado altas, el Real Decreto-Ley 10/2010 ha introducido un cambio fundamental en la forma de asumir su abono para los contratos celebrados después de su entrada en vigor.   

El cambio consiste en prever fórmulas de asunción de parte de su importe por fondos nutridos por cotizaciones  empresariales. La transición a este nuevo modelo se producirá en dos etapas: a) hasta el 31 de diciembre de 2011, se hace responsable al FOGASA del abono de una porción de las indemnizaciones por despido objetivo o colectivo equivalente a ocho días salario por año de servicios (DT 3ª); y b) luego de esa fecha, se pondrá en marcha un «Fondo de capitalización», inspirado en el denominado «modelo austríaco» de capitalización individual, que permitirá a los trabajadores acumular a lo largo de su vida laboral una cantidad equivalente a un número de días de salario por año trabajado aún por determinar, cuyo importe se reducirá de las indemnizaciones por despido a las que pudieran tener derecho, del que podrán disponer cuando sean despedidos o, en todo caso, al final de su vida laboral (DF 2ª).  

El descrito es un cambio que parecería beneficiar a todos. Así, si por una parte, las indeminzaciones no desaparecen ni se reducen, con lo que los trabajadores no sufren ningún recorte en sus derechos, por la otra, los costos de despedir disminuyen para cada empresa, al ser asumida parte de esa carga por fondos sostenidos solidariamente por todas. Si, además, esto debe hacerse «sin incremento de las cotizaciones empreariales», parecería que el Gobierno ha dado con una especie de «fórmula mágica» capaz de contentar a todos sin perjudicar a nadie.  

Son muchos y muy diversos los interrogantes y puntos de debate que suscita esta nueva orientación del tratamiento de una cuestión tan «sensible» como la de los costos de extinción del contrato de trabajo. De todas ellas, me voy a referir en este comentario, que cierra la serie de cuatro que decicaré a la última reforma laboral española, a la cuestión del tipo de despidos cubiertos por ambos sistemas.  

La anterior es una cuestión abierta respecto del «Fondo de capitalización», aún por crear, pero no del sistema ya vigente de asunción de parte de las indemnizaciones por el FOGASA, que afecta a los despidos objetivos y colectivos regulados por los artículos 51 y 52 del Estatuto, con independencia de su «calificación judicial o empresarial». Es decir, de si son considerados procedentes o improcedentes, en este último caso tanto por decisión judicial como por haberlo reconocido así el propio empresario (despido «exprés»).  

Lo que hace el nuevo sistema es, como salta a la vista, repartir una porción de los costos del despido entre todas las empresas. Asumir socialmente tales costos  puede tener sentido si lo que se busca es repartir los riegos derivados del desarrollo de actividades económicas en un mercado competitivo.  No, en cambio, si de lo que se trata es, más bien, de socializar la arbitrariedad. Algo que ocurre, evidentemente, cuando se cubre con este sistema también las extinciones sin causa (los despidos improcedentes), como sucede con el sistema que se acaba de poner en marcha.  

Una decisión de este tipo no fomenta un uso serio y responsable de la potestad de despedir. Más bien lo desincentiva, al «subsidiar» o «apoyar» igualmente las extinciones basadas en el solo arbitrio empresarial, siempre que se alegue, aún a sabiendas de que no se cuenta con él, el respaldo de los artículos 51 o 52 del Estatuto de los Trabajadores.  

En consecuencia, un sistema de ese tipo tendría sentido, en todo caso, si con él se buscase «premiar» o «favorecer» el despido basado en causas reales y serias, a la vez que «penalizar» o «desfavorecer» el despido sin causa, en el marco de una política de más largo alcance en tal sentido. La diferencia de costos indemnizatorios entre uno y otro se «ensancharía» con ello, haciendo aún menos deseable recurrir al despido improcedente.  

Al no incluir esta decisiva distinción, el sistema -al menos en su versión vigente- representa un ataque más a la de por sí debilitada causalidad del despido. Y, a través de ella, nada menos que al derecho al trabajo, que la Constitución de 1978 incluye en su artículo 35 como uno de los derechos garantizados a los españoles.  

¿Se corregirá esta deficiencia en el proceso de discusión parlamentaria de la reforma o se seguirá en esta senda de «descausalización» de nuestras instituciones laborales, tan afín por cierto al modelo productivo «precario- dependiente» que nos ha llevado a la crisis actual en España? 

¿Se puede combatir el uso injustificado de los contratos temporales sin reforzar su carácter causal?

   

Gustave Courbet, Los picapedreros, 1849

 

En los últimos años se viene imponiendo un enfoque singular de la orientación de las medidas de política social. De acuerdo con éste, la forma de hacer frente a las situaciones de injusticia o desigualdad no es intentando remover las causas que se encuentran en su base, sino creando «ventajas» o «privilegios» en favor de quienes las padecen, que les compensen «desde fuera» su estado.  

La manera como la reciente reforma laboral española aborda el objetivo de «restringir el uso injustificado de la contratación temporal», que campa a sus anchas en este país sin que ni la inspección de trabajo ni los tribunales laborales sean capaces de ponerle límites, constituye un buen ejemplo de ello.  

Siendo el recién indicado, en opinión del propio legislador, uno de los problemas nucleares del modelo de relaciones laborales actualmente vigente en España, era de esperar que el Real Decreto-Ley de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo aprobado el pasado 16 de junio contuviese orientaciones claras que permitiesen encauzar el empleo de los contratos de duración determinada hacia la atención de necesidades temporales en vez de permanentes de las empresas y ofreciesen, a la vez, criterios capaces de aportar certeza a la valoración judicial del recurso a los mismos.  

¿Qué es lo que ha hecho el legislador?  

Por sorprendente que parezca, ha renunciado a introducir elementos de juicio que favorezcan un uso más equilibrado y razonable de estos contratos, dejando intactas las definiciones de las causas que permiten recurso a los mismos (artículo 15, apartados a y b principalmente, del Estatuto de los Trabajadores), pese a que éstas, tal y como están redactadas, no parecen imponer ningún límite efectivo a su uso injustificado.  

Por el contrario, ha decidido ofrecer ciertas «ventajas» indirectas a quienes con contratados por esta vía y, por tanto, corren el riesgo de verse afectados por el fraude en su celebración. Estas ventajas son tres: a) fijación de un plazo máximo de duración para el contrato para obra o servicio determinado (tres años, ampliables hasta en doce meses más por convenio colectivo sectorial de ámbito estatal o, en su defecto, inferior); b) extensión de la regla que limita a veinticuatro meses el encadenamiento de contratos temporales a los supuestos en los que el trabajador ocupe distintos puestos de trabajo -y no sólo el mismo- en una misma empresa; y c) elevación progresiva (a lo largo de nada menos que cinco años y medio) de la indemnización por extinción de los contratos temporales para obra o servicio determinado y eventual por circunstancias de la producción (doce días por año de servicios, en vez de los ocho actuales).  

Como salta a la vista, las tres son medidas que no atacan el problema del uso masivo de la contratación temporal sin causa  desde su raíz. Si acaso, lo que pretenden es hacerlo de manera oblicua. Lo más grave de todo, sin embargo, no es sólo que se haya perdido una oportunidad más para «causalizar» el empleo de estos contratos. Al no venir acompañadas de un refuerzo de este elemento, las medidas en cuestión están en condiciones de desplegar precisamente el efecto contrario al que se supone que se ha pretendido con su implantación. Es decir, servir para facilitar el uso injustificado de los contratos de duración determinada en vez de dificultarlo.  

Este es el caso de la fijación de un plazo máximo para contrato para obra o servicio determinado. Además de no corresponderse con su naturaleza, el establecimiento de este límite temporal es capaz de ofrecer una apariencia inicial de legitimidad a todos aquellos contratos que se celebren por una duración inferior o que no lo superen. Máxime cuando no se clarifican los supuestos en los que procede recurrir a esta modalidad y se establece un arco temporal tan dilatado como el que aparece en la norma, asignándose además a la negociación colectiva el dudoso papel, no de imponer límites a su aplicación, sino de alargarlo aún más. No parece, pues, que la indicación de que estos contratos pueden llegar a durar hasta cuatro años refuerce su carácter causal. Más bien, el mensaje que se transmite de manera implícita es el contrario.  

Algo parecido puede decirse sobre la ampliación de los límites al encadenamiento de contratos temporales a los supuestos en los que el trabajador haya ocupado puestos de trabajo diferentes. La medida no es baladí, desde luego, pero sin el complemento de un refuerzo de la causalidad de los contratos cuyo encadenamiento se limita, tiene la virtualidad de transformar lo que debería ser un control de fondo sobre la existencia o no de un motivo válido para la contratación temporal en una cuestión de puro cálculo temporal, aportando además, al igual que en el caso anterior, un barniz inicial de legitimidad a los supuestos de encadenamiento de contratos de inferior duración. Todo ello sin tener presente que impide la celebración de sucesivos contratos de duración determinada por duraciones superiores incluso cuando las necesidades sean, de forma efectiva y demostrable, de naturaleza temporal.  

Incluso la (diferida en más de cinco años) elevación de la indemnización por finalización de estos contratos a doce días puede ser pasible de una crítica en el mismo sentido, ya que contribuye a «normalizar» el uso de estos contratos e incluso a dotarlos igualmente de una falsa apariencia de validez mientras se cumpla con el abono de la «penalidad» a la que se anuda su uso, sea éste justificado o no. Es más, desde esta perspectiva, habría incluso razones para entender que, si la causa de contratación es verdaderamente temporal, no existirían en realidad motivos para imponer el abono de una indemnización. Como de hecho no la hay, por ejemplo, tratándose de los contratos de interinidad. Establecerla sin reforzar su causalidad no sirve sino para transmitir, una vez más, un mensaje contradictorio.  

En consecuencia, no es seguro que estableciendo plazos máximos, por lo demás poco operativos, o indemnizaciones no necesariamente avaladas por la naturaleza de las cosas se consiga frenar la tendencia del empresariado español a tratar de solventar sus problemas de competitividad recurriendo a formas precarias de contratación que refuerzan su poder y permiten una reducción abusiva de los costos laborales. Antes bien, el riesgo es provocar el efecto contrario. En realidad, el único camino para ello, dentro de nuestro actual marco institucional, es reforzar el carácter causal de estos contratos, de forma que ofrezcan opciones válidas para la atención de las necesidades temporales de fuerza de trabajo de las empresas, pero sin dejar márgenes tan amplios como ocurre en la actualidad para su uso injustificado.  

La exigencia de claridad, certeza y rigor no sólo debe predicarse de la definición de las causas de despido, como viene reclamando el sector empresarial, sino de las de celebración de estos contratos. El buen funcionamiento de nuestro sistema de relaciones laborales así lo reclama.  

¿Serán los grupos políticos, ahora que la reforma se encuentra en proceso de discusión parlamentaria, conscientes de esta necesidad?

Sobre la constitucionalidad del «despido exprés»

Camilo Egas, Trabajadores sin hogar, 1933

(A propósito de un reciente texto de José Luis Goñi Sein) 

Como tuve la ocasión de señalar en la entrada publicada el pasado 8 de mayo, la figura del despido fraudulento, entendiendo por tal aquel en el que el empresario imputa al trabajador de forma maliciosa hechos por completo falsos o inexistentes con el solo propósito de obtener una declaración de improcedencia que le permita extinguir la relación de trabajo mediante el abono de una indemnización, se vio legitimada en España mediante la creación en 2002 del denominado «despido exprés», un particular mecanismo dirigido abaratar los costos extintivos y desalentar la litigiosidad mediante la exoneración a los empresarios del deber de abonar los salarios de tramitación que puedan devengarse durante los procesos de impugnación del despido siempre que procedan, después de entregada la carta de despido, a reconocer su improcedencia, depositando la indemnización correspondiente en el juzgado a disposición del trabajador (artículo 56.2 ET).  La creación de este singular mecanismo no sólo ha generado una multiplicación de los despidos improcedentes en España, sino que ha dado lugar a una práctica perversa, consistente en la imputación al trabajador de cargos o hechos ficticios o claramente no aptos para justificar el despido, con la sola finalidad de, una vez reconocido el carácter improcedente de esta forma de actuar, extinguir la relación de trabajo sin más consecuencias que el pago de la indemnización tasada legalmente. 

Que esta deliberada imputación de hechos ficticios, inventados o no existentes constituye una vejación para el trabajador, al que se le niega la consideración que le corresponde como persona y se le somete a un trato abusivo, irrespetuoso y degradante, es algo que, para quien esto escribe, no deja dudas. Lo mismo que afirmar que se trata de actos contrarios a la Constitución, en tanto que contrarios a la dignidad de la persona (artículo 10). 

A pesar de lo anterior, tanto la doctrina como la jurisprudencia han venido mostrando una patente insensibilidad frente a esta clase de situaciones. Recientemente empiezan, no obstante, a levantarse voces críticas frente a tan injusta situación. Este es el caso del reciente estudio titulado «La compleja coexistencia de los derechos fundamentales y libertades en la relación de trabajo», del que es autor José Luis Goñi Sein, Catedrático de Derecho del Trabajo de la Universidad de Navarra, además de querido amigo. 

En este estudio, Goñi sostiene que, cuando la causa disciplinaria imputada es inventada o inexistente, suponiendo la atribución a sabiendas de conductas irreales o hechos reprobables que pueden lesionar la reputación del trabajador, este acto conlleva una vulneración de su derecho constitucional al honor. El despido ha de ser calificado judicialmente, por ello, como nulo por lesión de ese derecho fundamental y no como improcedente, por lo que deberá dar lugar a la readmisión del trabajador sin posibilidad de sustituir esta condena por el pago de una indemnización. 

Aunque no cubre todos y cada uno de los supuestos de uso abusivo del mecanismo previsto por el artículo 56.2 del Estatuto de los Trabajadores, esta tesis, cuya sencillez y lógica son aplastantes, aporta una magnifica base para un necesario replanteamiento desde bases constitucionales de la legitimidad de una figura de tan negativos resultados como el llamado «despido exprés». 

El estudio de José Luis Goñi Sein, publicado con el número 32 de la Serie Estudios de la Fundación 1º de Mayo, puede ser descargado en versión completa desde el siguiente enlace: 

http://www.1mayo.ccoo.es/nova/files/1018/Estudio32.pdf    

 

Sobre la vigencia de la figura del despido fraudulento

Gustave Caillebotte, Los cepilladores de parquet, 1875

(A propósito de una reciente sentencia del Tribunal Constitucional peruano)

A lo largo de los años ochenta el Derecho del Trabajo español conoció una figura de origen jurisprudencial dirigida a reaccionar con la máxima severidad frente al uso abusivo, torticero y desleal de la facultad de despedir: el despido radicalmente nulo por fraude de ley. Ésta desapareció, no obstante, luego de la aprobación, a mediados de la década siguiente, de la nueva Ley de Procedimiento Laboral, al interpretar los jueces, de manera opinable, que su no inclusión en la misma era expresiva de la voluntad implícita de suprimirla.        

La desaparición de la figura no supuso, como es obvio, el fin de la arbitrariedad en el ejercicio de la potestad resolutoria empresarial, que se vio legitimada -y hasta acicateada- años después mediante la legalización del denominado «despido express». Una figura que convierte en inatacable cualquier decisión extintiva del empresario, por abusiva e injusta que pueda ser, siempre que el mismo reconozca luego su improcedencia y ponga la indemnización correspondiente a disposición del trabajador.        

Otros ordenamientos han experimentado una evolución de signo opuesto. Éste es el caso del Perú, donde la jurisprudencia del Tribunal Constitucional viene asignando desde principios de la década pasada efectos restitutorios -y no indemnizatorios- a los denominados despidos fraudulentos, entendiendo por tales aquellos en los que » se despide al trabajador con ánimo perverso y auspiciado por el engaño, por ende, de manera contraria a la verdad y a la rectitud de las relaciones laborales, aun cuando se cumple con la imputación de una causa y los cánones procedimentales» (STC de 13 de marzo de 2003, caso Eusebio Llanos Huasco contra Telefónica del Perú).        

La sentencia de este tribunal de 9 de abril de 2010 (caso Carmen Añamuro Añamuro contra Municipalidad de Chorrillos) nos proporciona un buen ejemplo de a qué tipo de actuaciones se aplica esta figura. En ella se ordena a la entidad demandada que reincorpore en su puesto de trabajo a una trabajadora de limpieza a la que se obligó a desplazarse a pie al lugar de ejecución de las tareas, negándosele el transporte que solía proporcionar el empleador, con el propósito de fotografiarla a su llegada e imputarle impuntualidad para proceder a su despido.        

Me pregunto: ¿qué le hubiera ocurrido a la afectada de trabajar para un Ayuntamiento en España? La respuesta de que éste tipo de situaciones no se presentan aquí no me vale. Todos los que nos dedicamos a esta actividad conocemos casos, si no idénticos, reveladores del mismo propósito de utilización torticera de las disposiciones legales para justificar desde el punto de vista formal un despido carente de todo fundamento material. De allí, precisamente, que surgiese aquí la figura del despido nulo por fraude de ley.        

Soy de los que cree que ha llegado el momento de plantearse en España, a la luz de la penosa experiencia de los últimos años, la conveniencia de recuperar la figura del despido fraudulento, anudando esta vez su vigencia a la garantía del Derecho al Trabajo y el necesario respeto a la dignidad de la persona del trabajador. Valores ambos, como es sabido, garantizados al máximo nivel normativo por nuestra Constitución. Éste es un camino que ha empezado a recorrer la doctrina de la mano de obras como la de Antonio Baylos y Joaquín Pérez Rey, «El despido o la violencia del poder privado» (Madrid, Trotta, 2009), a la que se hizo referencia en este blog el pasado 21 de septiembre de 2009.          

A esta entrada se adjuntan el texto de la Sentencia del Tribunal Constitucional de 9 de abril de 2010, así como la sección de mi «Derecho Constitucional del Trabajo» (Lima, Gaceta Jurídica, 2007), en la que se presenta y analiza la jurisprudencia del Tribunal Constitucional peruano que reformuló la noción tradicional de despido arbitrario introduciendo la figura del despido fraudulento.        

La Sentencia del Tribunal Constitucional Peruano de 9 de abril de 2010 puede ser descargada desde el siguiente enlace:        

STC 9 DE ABRIL DE 2010 DESPIDO FRAUDULENTO        

El apartado de obra «Derecho Constitucional del Trabajo» dedicado al examen de la jurisprudencia constitucional peruana sobre despido fraudulento puede ser descargado desde el siguiente enlace:        

REFORMULACION DEL DESPIDO ARBITRARIO-WSANGUINETI    

 

   

  

La visión de El Roto sobre el debate en torno al abaratamiento del despido