Conferencia de Jaime Cabeza Pereiro sobre «La regulación temporal de empleo como mecanismo de flexibilidad interna en el sistema español de relaciones laborales» (8-6-22)

El pasado 8 de junio se celebró la conferencia de clausura de la sétima edición del Máster Universitario en Derecho del Trabajo y Relaciones Laborales de la Universidad de Salamanca.

Con gran satisfacción, pongo a disposición de los seguidores de este espacio compartido del laboralismo de las dos orillas la grabación de esta conferencia, que fue impartida por el profesor  Jaime Cabeza Pereiro, quien se ocupó de desarrollar un tema de especial interés y gran actualidad:  “La regulación temporal de empleo como mecanismo de flexibilidad interna en el sistema español de relaciones laborales”

Lo que es tanto como decir, sobre cómo el Derecho del Trabajo pasó, de facilitar la extinción contractual como fórmula de afrontamiento de las crisis, a promover mecanismos que faciliten la conservación del empleo.

¿La arbitrariedad nos hará más competitivos?

A propósito de un reciente pronunciamiento sobre la «Política Nacional de Competitividad y Productividad» a aprobarse por el Ministerio de Economía y Finanzas del Perú

Hace pocos días he suscrito, junto a un nutrido grupo de colegas peruanos, una carta abierta al Presidente de la República del Perú en la que se expresa una opinión crítica en torno a la denominada «Política Nacional de Competitividad Productividad y Competitividad» que estaría próximo a aprobar el Ministerio de Economía y Finanzas.

El texto habla por sí mismo, por lo que remito a los atentos amigos de este espacio compartido a su lectura, sin más comentarios que los que puedan desprenderse de las tres preguntas que formulo a continuación:

PRIMERA: ¿Puede alguien seriamente sostener que legitimar la arbitrariedad y el abuso en el ejercicio de la facultad de despedir, como ocurriría si se legalizan las extinciones sin causa alguna o adoptadas de forma fraudulenta, hoy sancionadas de forma severa en el Perú en aplicación de pronunciamientos expresos del Tribunal Constitucional, puede contribuir a hacer más competitivas a nuestras empresas? 

SEGUNDA: ¿Es jurídicamente posible quitar validez a decisiones adoptadas por el supremo intérprete de nuestra Constitución en aplicación directa de sus contenidos a través de normas de rango legal o reglamentario?

TERCERA:  ¿No sería más serio y adecuado plantearse la necesidad de reformar la regulación de las extinciones contractuales por causas relacionadas con el funcionamiento de la empresa, cuyas deficiencias la hacen en la actualidad muy poco operativa, en vez de tratar de facilitar, por la vía que se ha indicado, el uso del despido sin causa como una forma de reducción de personal encubierta ?

A CONTINUACIÓN EL TEXTO DE LA CARTA Y LA LISTA DE FIRMANTES:   

La insuficiente sanción del fraude en la contratación temporal

Siempre he pensado que el principio de estabilidad en el empleo es un principio esencialmente flexible, cuya principal virtud radica en promover la permanencia de los contratos de trabajo mediante la adaptación de su duración a la de las necesidades empresariales que buscan satisfacer. Algo que se consigue, como es sabido, sustituyendo la libre determinación de su plazo inicial de vigencia por una regla de carácter imperativo que establece dicha vinculación.

La falsa idea de que esta regla introduce un elemento de intolerable rigidez en el funcionamiento de las empresas, sin embargo, ha conducido en las últimas décadas a una tortuosa evolución normativa en muchos ordenamientos, el español incluido, dirigida establecer excepciones injustificadas a su aplicación, en un primer momento, y a minar las garantías que le sirven de respaldo, con posterioridad.

El resultado ha sido una importante elevación de la tasa de temporalidad o precariedad en el empleo, de nefastas consecuencias, no solo para los trabajadores sino para las propias empresas, la economía y la sociedad en su conjunto, como no dudan en afirmar la mayor parte de observadores del fenómeno. Piénsese en el 34.5 % alcanzado en España en 2005 y del repunte sostenido que la misma viene experimentando, luego de una temporal reducción durante la crisis, que la coloca hoy ya en el 27.4 %.

Una cifra preocupante, sin duda, pero que no debe hacernos perder de vista que, a pesar de todo, en España más del 70 % de los trabajadores mantienen vínculos laborales de carácter indefinido en la actualidad. Y que, por tanto, la contratación por tiempo indefinido, en términos estructurales, sigue siendo entre nosotros la regla y no la excepción.

Este dato, al que no suele prestarse demasiada atención pese a su importancia crucial, resulta tanto o más llamativo a la luz del marco normativo actual, que no se caracteriza precisamente por ofrecer una verdadera garantía del principio de estabilidad, sino más bien al contrario.  Basta reparar en el carácter meramente simbólico que tienen las indemnizaciones por extinción injustificada de un contrato temporal celebrado en fraude de ley para corroborarlo. Lo cual corrobora, por cierto, la antes referida adherencia del principio de estabilidad a las necesidades y requerimientos reales de las empresas. De lo contrario el índice de temporalidad sería todavía más elevada.

¿Qué hacer, a partir de aquí, para preservar esa no precisamente irrelevante tasa de estabilidad e ir reduciendo progresivamente la de temporalidad, poniendo freno a la escalada en la que se encuentra inmersa? ¿Debilitar aún más la protección frente al uso ilegítimo de los contratos de duración determinada o reforzarla? Porque opiniones en ambos sentidos se han vertido en los últimos tiempos y están presentes en el debate político y jurídico más actual.

Este es el decisivo interrogante para el que busca ofrecer respuestas la Opinión preparada por el autor de esta bitácora para el número 38 de Trabajo y Derecho, que me complace mucho compartir con sus amables y pacientes lectores.

En ella se podrá apreciar cómo no solo existen argumentos que aconsejan reforzar la garantía del principio de estabilidad, sino opciones de intervención, tanto a nivel normativo como jurisprudencial, capaces de favorecer ese resultado.

La cubierta y el sumario de Trabajo y Derecho número 38 pueden ser descargados desde el siguiente enlace:

Trabajo y Derecho_38-2018-cubierta y sumario

La Opinión de Wilfredo Sanguineti sobre «La insuficiente sanción del fraude en la contratación temporal» puede ser descargada desde el siguiente enlace:

Trabajo y Derecho_38-2018-opinion-WSANGUINETI

El Tribunal Supremo aclara: no todo es posible cuando de modificar las condiciones laborales se trata

Honoré Daumier, Grabado

Honoré Daumier, Grabado

Imaginen ustedes por un momento, sufridos amigos de este cuaderno de notas, que trabajan para una empresa que ha visto reducido su nivel de ingresos en los últimos años como consecuencia de la crisis. No es tan difícil hacerlo. A continuación imaginen también que, con el fin de hacer frente a esa situación, la empresa les plantea realizar algunos cambios en sus condiciones laborales, recurriendo a las posibilidades que le ofrece el artículo 41 del Estatuto de Trabajadores. ¿Creen ustedes que la existencia de esa situación la habilitaría a introducir cualquier alteración en dichas condiciones? ¿Cualquier variación en el importe o los componentes de su salario? ¿Cualquier cambio en la duración o la distribución de su jornada laboral?

Supongo que no. Supongo, si no es mucho suponer, que coincidirán conmigo en que los cambios que la empresa podrá introducir de forma legítima serán solamente aquellos que guarden relación con la situación de partida y pueda considerarse que contribuyen a hacerle frente. Parece de sentido común, ¿no es verdad?

Dice la sabiduría popular, sin embargo, que el sentido común es el menos común de los sentidos. Y no se equivoca. Al menos en este caso.

Porque si en algo estuvieron de acuerdo varios de los primeros comentaristas de las modificaciones introducidas en el artículo 41 en 2012 fue, precisamente, en sustentar el punto de vista contrario. Es decir, en entender que a través de la nueva redacción de este precepto se otorgaba al empresario “un poder prácticamente omnímodo” para modificar sustancialmente las condiciones laborales de los trabajadores. O en considerar que al mismo le bastaba con alegar alguno de los motivos previstos por la norma para llevar a cabo la modificación, “sin que se le exija ya por la regla legal que acredite que su articulación deba cumplir ninguna función de mejora en ningún sentido para la organización empresarial”. En ello coincidieron, tanto juristas críticos, interesados en deslegitimar la reforma, como juristas ligados a la defensa de los intereses del sector empresarial, volcados en el cumplimiento de su misión. No hace falta que los cite. Si acaso que recuerde, respecto de los primeros, algo que me enseñaron mis mayores: que había que medir mucho las consecuencias de lo que se dice y de lo que se hace, ya que el infierno está empedrado de buenas intenciones.

Que la anterior lectura del sentido de la norma no era, no digamos la correcta, sino al menos la única posible, saltaba a la vista, dada la finalidad de la institución que regula y los valores fundamentales por ella concernidos, que impiden considerar el poder de modificación reconocido al empresario como uno de ejercicio cuasi discrecional o no sujeto a límites. Y  así tuvimos la ocasión de decirlo en más de una ocasión algunas voces críticas al parecer más extendido.

Pues bien, una reciente sentencia del Tribunal Supremo, expedida el pasado 27 de enero en relación con un supuesto de modificación unilateral de las comisiones que abonaba a su personal una empresa comercializadora de prendas de vestir, por cierto no favorable a la pretensión de los demandantes, ha terminado por aclararlo.

No hace falta que me extienda en la presentación de la sentencia, que se adjunta a este comentario. Si acaso, creo que interesa destacar los matices que introduce la doctrina por ella acuñada y el singular aparato argumentativo que la sustenta. Lo haré brevemente.

Como no podía ser de otro modo, el Tribunal Supremo parte de reconocer que detrás de los cambios introducidos en el artículo 41 se encuentra la finalidad de potenciar la libertad de empresa. Algo indudable. No obstante, niega que de ello se deba deducirse la eliminación de la necesidad de valorar judicialmente la razonabilidad de las medidas que pretendan introducirse. Antes bien, entiende que, aunque no compete a los jueces ponderar la mayor o menor bondad de las mismas desde el punto de vista de la gestión empresarial, sí les corresponde emitir un juicio “de razonable adecuación entre la causa acreditada y la modificación acordada”, y no sólo “de legalidad en torno a la existencia” de la primera.

Los argumentos utilizados para ello son dos, ambos de novedosa factura. De un lado, la previsión por el precepto de acciones judiciales a las que es preciso reconocer la tutela prevista por el artículo 24.1 de la Constitución. Del otro, la necesidad de excluir que por esta vía pueda llegarse, mediante la autorización de todo tipo de reducciones de los salarios y las demás condiciones laborales, a situaciones de dumping social. Un resultado inadmisible, apostilla el Tribunal, a la luz de lo dispuesto por el artículo 151 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, que prevé como objetivo de la misma y de los Estados que la componen “la mejora de las condiciones de vida y de trabajo”.

Ciertamente, es reconfortante comprobar que, por una vez, los productos provenientes de la Unión Europea no son utilizados para desmontar nuestras instituciones laborales sino para garantizarlas. Algo que los reconcilia con la que siempre fue su función. Y ver además que, también al menos en una ocasión, la desregulación encuentra algún tipo de límite en función de la aplicación conjunta de los preceptos constitucionales y las normas comunitarias. Yo sigo pensando, de todas formas, que las cosas estaban suficientemente claras desde el principio. Confiemos ahora en que la línea jurisprudencial que así lo reconoce se consolide.

La Sentencia del Tribunal Supremo 599/2014, de 27 de enero, puede ser descargada desde el siguiente enlace:

http://www.poderjudicial.es/search/doAction?action=contentpdf&databasematch=TS&reference=6979460&links=&optimize=20140304&publicinterface=true

¿Del contrato a tiempo parcial al contrato a llamada?

Salvador Dalí. Salvador Dali, Geopoliticus Child Watching the Birth of the New Man, 1943.

Salvador Dalí. Salvador Dali, Geopoliticus Child Watching the Birth of the New Man, 1943.

Sobre el llamativo efecto encubierto del último acto de la reforma laboral “hipante” de 2013

La reforma laboral “permanente”, o mas bien “hipante”, puesta en marcha en 2013 como continuación de la de 2012, ha tenido una última expresión, no precisamente intrascendente, el pasado 20 de diciembre, con la aprobación del Real Decreto-Ley 16/2013, de medidas para favorecer la contratación estable y la empleabilidad de los trabajadores.

A pesar de lo prometedor del membrete que la precede, ésta es una disposición que no supone sino un paso más, el enésimo, en la espiral de degradación de la protección laboral como fórmula para la recuperación del empleo en la que nos introdujo el ciclo de reformas laborales iniciado en 2010 y retomado con especial impulso en 2012.

El turno le ha tocado en esta ocasión al contrato de trabajo a tiempo parcial. Atrás han quedado, aunque la Exposición de Motivos siga aludiendo a ello, los tiempos en que este contrato era concebido como un instrumento especialmente adecuado para conciliar la flexibilidad en la organización del tiempo de trabajo requerida por los empresarios con la necesidad de los trabajadores de armonizar su empleo con las necesidades de derivadas su vida personal y familiar o su formación. El artículo 1.1 del Real Decreto-Ley 16/2013 introduce un conjunto de modificaciones en los apartados 4 y 5 del artículo 12 del Estatuto de los Trabajadores, regulador de esta modalidad, guiadas en su totalidad por el propósito de favorecer “que las empresas recurran en mayor medida” a ella “como mecanismo adecuado para una composición de las plantillas laborales adaptada a las circunstancias económicas y productivas”, como indica en otro pasaje, cargado de mayor sinceridad, la propia la Exposición de Motivos, y no, por supuesto, a promover o facilitar ningún tipo de conciliación entre las esferas laboral y personal o formativa del trabajador. Dichas modificaciones son, además, de una magnitud y un efecto tan intensos sobre la disponibilidad del tiempo de trabajo y la vida personal del trabajador, como se podrá comprobar a continuación, que inducen a preguntarse si en realidad no se ha producido una mutación en la naturaleza y la función de este contrato. Si éste no ha pasado a convertirse ahora en un contrato “a llamada”, como apunta Eduardo Rojo en su blog personal, o incluso en un contrato “de libre disposición sobre el tiempo de trabajo del trabajador”, conforme denunció en su día a través de un comunicado el sindicato  CC.OO.

¿Cómo se habría producido esta sorprendente, y además subrepticia, transformación?

La respuesta es sencilla: suprimiendo la posibilidad de realizar en estos casos horas extraordinarias, en principio voluntarias y retribuidas de forma excepcional, y facilitando exponencialmente en su sustitución la opción de llevar a cabo horas complementarias, no necesariamente voluntarias y no sujetas además a sobre coste  alguno respecto de las horas ordinarias.

La anterior es una ampliación que se produce por todos los cauces posibles: a) extendiendo el espacio de los contratos a tiempo parcial en los que cabe un pacto de horas complementarias (ya no sólo los contratos por tiempo indefinido sino también los de duración determinada, con la sola condición de que la jornada pactada no sea inferior a diez horas semanales de trabajo en cómputo anual); b) duplicando el volumen de horas complementarias susceptible de ser acordado (éste pasa a ser del 30 % de las horas ordinarias objeto del contrato, en vez del 15 % precedente); c) reduciendo a menos de la mitad el plazo mínimo de preaviso con el que el empresario ha de poner en conocimiento de los trabajadores su realización (tres días en lugar de siete); d) introduciendo una novedosa posibilidad de realizar horas complementarias “de aceptación voluntaria” para el trabajador, siempre que éste se encuentre contratado por tiempo indefinido, sujetas a un límite equivalente al que antes afectaba al pacto de horas complementarias (15 % de la jornada pactada); e) suprimiendo todas las preferencias para regular la materia reconocidas con anterioridad por la norma a favor de los convenios sectoriales, que habían sido adoptadas con el fin de que éstos pudieran cumplir un rol moderador, y su sustitución por alusiones genéricas a los convenios colectivos, susceptibles por tanto de amparar también regulaciones ad hoc a través de convenios colectivos de empresa, negociados por los propios empresarios que se beneficiarán de las medidas que en ellos se pacten; y, finalmente, f) atribuyendo a estos convenios, en exclusiva, una novedosa función degradatoria de los escasos límites previstos por la ley (dichos convenios podrían, así, ampliar hasta el 60 % de la jornada del trabajador el máximo de horas complementarias a pactar, pero no reducirlo más allá del 30 %, extender al 30 % el tope de las horas complementarias voluntarias, mas no llevarlo a menos del 15 %, o fijar un preaviso para su realización de menos de tres días, nunca superior).

Como resultado de todo ello, el empresario queda habilitado para disponer, escalonadamente, de un 15 % de horas adicionales a las que conforman la jornada ordinaria del trabajador, si no se celebró un pacto de horas complementarias, de un 45 % de horas adicionales, si se celebró un acuerdo de ese tipo, o incluso de un 90 %, si los límites legales se extendieron por convenio colectivo. Y todo ello comunicándoselo con una antelación de apenas tres días o incluso uno, si así se estipuló también colectivamente. Cierto es que parte de esas horas está sujeta a la aceptación previa del trabajador o a una decisión convencional colectiva habilitadora. En una situación como la actual, sin embargo, no es difícil aventurar que el margen de libertad para aceptar o rechazar una oferta empresarial en tal sentido se ha reducido considerablemente, tanto a nivel individual como colectivo, si es que no ha desaparecido en algunos casos.

Dentro de una regulación como ésta, es evidente que, ni la vida personal y familiar del trabajador, ni su formación, interesan lo más mínimo al legislador, que ha optado por sacrificar todos estos valores en aras de un tratamiento de la figura que privilegia de manera absoluta y desproporcionada la satisfacción, de la manera más expedita posible y al menor coste, de las necesidades empresariales de adaptación. El resultado es, como se ha anticipado, una suerte de contrato “a llamada” o “de libre disposición” encubierto, no sujeto por tanto a controles apreciables. Y tampoco, claro está, a las contrapartidas previstas para este tipo de figuras en otros ordenamientos, ni en términos de estabilidad en el empleo, ni en materia de retribuciones específicas por las horas de trabajo extraordinario realizadas, ni de compensación, sin lugar a dudas económica también, por la disponibilidad del tiempo libre o la vida privada del trabajador.

Lo más grave de todo, no obstante, es que estas medidas no apuntan a acabar con traba alguna que con anterioridad frenase el recurso al trabajo a tiempo parcial, sino más bien al contrario, a reforzar su utilización, ya muy notable, como fórmula de reducción del empleo indefinido a jornada completa por contratos temporales de jornada reducida y sujetos a una flexibilidad horaria desproporcionada, como denunció en su día Jaime Cabeza en su bitácora personal.

Naturalmente, nada de todo esto es preciso, ni para recuperar el empleo en España, ni para ofrecer a las empresas de este país mecanismos que les permitan satisfacer de forma adecuada sus necesidades.

Se trata, pues, de una nueva e innecesaria, como ya he dicho, vuelta de tuerca más en el proceso de incesante degradación de las condiciones laborales y precarización de empleo en el que nos encontramos inmersos. La cual resulta especialmente grave y cuestionable en la medida en que afecta a los colectivos más débiles del mercado laboral (jóvenes, mujeres con obligaciones familiares, desempleados de larga duración), condenándolos a unas trayectorias laborales, profesionales y vitales mutiladas, a cambio, además, de unas condiciones que no pueden ser sino calificadas, como se ha hecho, de indignas.

El texto del Real Decreto-Ley 16/2013 puede ser descargado desde el siguiente enlace:

http://www.boe.es/boe/dias/2013/12/21/pdfs/BOE-A-2013-13426.pdf

Los comentarios de Eduardo Rojo y Jaime Cabeza pueden ser descargados desde los siguientes enlaces:

http://www.eduardorojotorrecilla.es/2013/12/una-primera-aproximacion-los-contenidos_3292.html

http://www.conjaimecabeza.blogspot.com.es/2013/12/flexibilizacion-de-contratos-tempo.html

El comunicado de CC.OO. sobre el Real Decreto-Ley 16/2013, así como un cuadro comparativo entre la regulación precedente y la actual, pueden ser descargados desde el siguiente enlace:

Comunicado CC.OO. RDL 16 – 2013

Sobre el papel motivador (o desmotivador) de las estrategias empresariales sanas que pueden jugar las normas laborales

Constantino Cuesta, Os pulpeiros, 2012

Constantino Cuesta, Os pulpeiros, 2012

A propósito de la ponencia presentada por María Amparo Ballester el XXII Congreso Nacional de la Asociación Española de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social

Desde que en mayo de 2012 asistí en San Sebastián al XXII Congreso Nacional Asociación Española de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social tengo pendiente escribir una nota en esta bitácora recomendando a sus lectores la espléndida ponencia sobre “La flexibilidad interna en el marco de las relaciones laborales”, presentada al mismo por mi querida colega y amiga María Amparo Ballester, Catedrática de Derecho del Trabajo de la Universidad de Valencia.

En este foro he tenido la ocasión de defender en más de una ocasión cómo la protección laboral, si es administrada de forma adecuada, no sólo no es incompatible con la eficacia y la competitividad empresarial, sino que las promueve, tanto porque favorece que el esfuerzo de los titulares de las organizaciones productivas se oriente hacia la mejora de los procesos y sistemas de producción, como porque fomenta el compromiso de los trabajadores con los objetivos de las mismas y fomenta el desarrollo de su aptitudes y capacidades. La facilitación de la precariedad en el empleo y el incremento de la arbitrariedad patronal, en cambio, además de desalentar el esfuerzo laboral y formativo de los trabajadores, restan todo incentivo a los empresarios para la mejora de la eficacia y productividad, haciéndolos depender de los bajos salarios y las condiciones precarias de contratación para competir, conforme advertiría hace ya mucho tiempo E. Cano.

Como podrán comprobar quienes se adentren en su lectura, el texto de Amparo Ballester está construido a partir de ideas por completo coincidentes con éstas. En su análisis la autora da, de todos modos, un paso más, de la mayor relevancia además, al poner de manifiesto el “papel motivacional” que, como consecuencia de ello, pueden cumplir las normas laborales sobre las fórmulas y métodos de gestión empresarial. Es decir, su capacidad para influenciar la manera como se gestionan los recursos humanos en la empresa, favoreciendo la sustitución de comportamientos inadecuados y técnicas de gestión ineficientes y tóxicas por estrategias adecuadas y sanas, no sólo en términos sociales sino también empresariales. Desde este punto de vista, las normas laborales tienen la capacidad de contribuir, como apunta la autora, a sustituir un modelo económico desgastado como el actual, que no ha generado más que malos empleos, y además sólo en sus momentos de alza, por otro más eficiente, capaz de propiciar un crecimiento económico equilibrado, saneado, sostenido y competitivo, susceptible de crear empleos buenos y productivos.

Naturalmente, para ello se requiere un replanteamiento de las políticas de regulación impulsadas por las tres últimas reformas laborales en España, que permita situar en el eje de la regulación del mercado de trabajo el fomento de un empleo de calidad y con derechos, aunque a la vez abierto a la adaptación de su dinámica a las cambiantes necesidades de los sectores productivos y las empresas. Una opción para nada inviable, ni desde el punto de vista técnico, ni desde el punto de vista económico. Pero que precisa de una convicción reformista de la que carecen en España, no sólo los actuales gobernantes, de los cuales no era previsible esperarla, sino también los anteriores, socialdemócratas en su origen que, habiéndose adscrito en los últimos años a la llamada “tercera vía” quizá por vocación electoral más que por convicciones profundas, han terminado por ver con desconfianza e incluso temor cualquier iniciativa de mejora social que pueda chocar contra las aspiraciones más inmediatas del sector empresarial, incluso cuando ésta, como ocurre en el caso que nos ocupa, pueda estar en condiciones de favorecer un funcionamiento más eficiente del sistema productivo.

El papel de la doctrina, en cualquier caso, es seguir advirtiendo, como hace la autora del texto recomendado e intenta hacer cotidianamente también un servidor, machaconamente si se quiere, sobre esta incoherencias, poniendo de manifiesto que otro camino es posible y deber ser emprendido cuanto antes, con mas celeridad si se quiere en una etapa de crisis como la actual en la que la destrucción fácil del empleo trabajosamente construido está a la orden del día, no sólo para garantizar la salud de nuestro sistema productivo, sino la estabilidad misma de nuestra democracia. 

La ponencia de María Amparo Ballester Pastor “La flexibilidad interna en las relaciones laborales” puede ser descargada desde el siguiente enlace:

Haz clic para acceder a Ponencia_Amparo_Ballester.pdf

¿Cómo interpretar la Reforma Laboral?

La modificación del artículo 41 del Estatuto de los Trabajadores como botón de muestra

La problemática valoración de los alcances de los cambios introducidos por el Real Decreto-Ley 3/2012 y la Ley 3/2012 en el texto del artículo 41 del Estatuto de los Trabajadores, regulador de las modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo, nos ofrece un buen ejemplo de los dilemas a los que se ve sometido el intérprete cuando de ponderar los efectos de una operación reformadora de vocación rupturista con el pasado como la introducida por dichas normas se trata.

Las enmiendas impuestas en la redacción original de dicho artículo están dirigidas, en lo fundamental, a reducir los espacios de negociación existentes dentro del mismo y a extender los de actuación unilateral del empresario, recurriendo a una doble operación, consistente, de un lado, en recortar la virtualidad del procedimiento aplicable a las modificaciones de carácter colectivo, dilatando en su sustitución el espacio de las de corte individual, y, del otro, en ampliar los márgenes de apreciación empresarial sobre la aplicación de este mecanismo, mediante la simplificación de la formulación de las causas que permiten su empleo, que no aparecen caracterizadas ya más que por su genérica vinculación “con la competitividad, productividad y organización técnica o del trabajo en la empresa”.

La primera impresión que suscitan estos cambios no es otra la de un muy significativo fortalecimiento del poder de decisión del empresario, que estaría ahora en condiciones de disponer de manera unilateral, y además prácticamente no condicionada, de las establecidas a nivel individual e incluso colectivo, siempre que no estén reconocidas en un convenio estatutario, expresamente excluido de este procedimiento por el legislador.

La anterior es, sin duda, una aproximación al contenido de la norma especialmente útil para deslegitimar la intervención del legislador. No obstante, cabe preguntarse si, sea cual fuere su intención profunda, esta compresión en clave individualizadora y acausal del nuevo texto del artículo 41 se corresponde con la naturaleza de la institución que recoge, así como con los intereses y valores, en su mayor parte de carácter fundamental, por ella concernidos.

Debe tenerse presente que dicho artículo introduce una excepción manifiesta, tanto al principio pacta sunt servanda, de general vigencia en las relaciones jurídicas entre privados, como a la fuerza vinculante de los acuerdos y pactos colectivos, garantizada por la norma fundamental, que solamente puede ser admitida si se encuentra avalada por razones de fondo de una magnitud suficiente como para poner entre paréntesis dichos principios fundamentales.

La propia naturaleza del procedimiento de modificación sustancial resulta, así pues, incompatible con la configuración de la potestad empresarial por él reconocida como una de ejercicio cuasi discrecional o no sujeta a límites claros. De allí que los cambios introducidos en el mismo no puedan ser interpretados de manera mecánica como reconocedores de un poder de tales características en cabeza del empresario. Salvo, claro está, cuando su único sentido posible fuese ese. Caso en el que habría que entrar a valorar su posible inconstitucionalidad.

Una vez entrada en vigor la norma es preciso, en consecuencia, realizar una lectura de sus alcances que, sin desnaturalizar su función adaptativa, la haga compatible con los principios fundamentales que se sitúan en la base de nuestro sistema constitucional de relaciones laborales. Una operación, por lo demás, perfectamente posible, como se demuestra en relación con el tratamiento de las nuevas causas modificativas a través del texto que se adjunta a esta entrada, extractado de un comentario de mayor extensión publicado por el autor de este blog en el número monográfico dedicado a la Reforma Laboral de 2012 por la Revista de Derecho Social.

En cualquier caso, lo que a través de las reflexiones que aquí concluyen y el texto adjunto se ha querido es poner de manifiesto dos ideas fundamentales. La primera es la de que, como se apunta en el Editorial del citado número monográfico, toda norma legal, y por tanto también la Ley 3/2012, es susceptible de experimentar luego de su entrada en vigor un proceso de “reescritura” o “reapropiación” por parte, tanto de intérpretes y comentaristas, como de las decisiones judiciales y los convenios colectivos. La segunda apunta a la posibilidad de que, a través de dicho proceso, puedan limarse los aspectos más cuestionables de una reforma de tan abierta vocación equilibradora como la de 2012.

El autor de este blog no es, pues, partidario del expediente, por lo demás bastante extendido, de interpretar las normas por la derecha para luego criticarlas por la izquierda, especialmente útil para la denuncia e incluso el lucimiento personal, pero de muy negativos efectos a medio y largo plazo para los intereses que se declara defender.

El texto de Wilfredo Sanguineti sobre las causas habilitantes de las modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo puede ser descargado desde el siguiente enlace:

Extracto MSCT-CAUSAS HABILITANTES-WSANGUINETI

 

Por un trabajo decente y las libertades colectivas plenas

Manifiesto de los cincuenta y cinco sobre la reforma laboral

Los abajo firmantes, catedráticas y catedráticos de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, consideramos un deber cívico hacer pública nuestra opinión de expertos sobre la reciente reforma laboral aprobada por el Gobierno del PP, la cual introduce un cambio radical en el modelo constitucional de relaciones laborales, basado en dos pilares esenciales: un delicado equilibrio entre poderes empresariales y derechos sociales y un estímulo a las expresiones de diálogo social, articuladas de manera señalada a través de la negociación colectiva. 
 
La norma de urgencia ha procedido a convulsionar la práctica totalidad de los elementos esenciales de ese modelo constitucional. Por lo pronto, ha desplazado el centro de gravedad normativo de las relaciones laborales desde el trabajo a la producción y al empleo, desde el trabajador y sus condiciones de trabajo a su «empleabilidad”, mercantilizando sin miramiento alguno el trabajo y descontextualizando el marco en el que, desde sus orígenes y sin solución de continuidad, ha venido aplicándose, y ha de seguir haciéndolo, la norma laboral. Este texto legislativo, en segundo lugar, implanta un verdadero sistema de excepción en las relaciones laborales, otorgando poderes exorbitantes al empresario a la vez que destruye las bases fundamentales del poder contractual colectivo autónomo en la regulación de las condiciones de trabajo. La constante reducción de los derechos de los trabajadores se acompaña de una progresiva afirmación de la unilateralidad empresarial sin control ni contrapeso. En suma, la flexibilidad unilateral conferida al empresario, además de despreciar las reglas consensuadas por los propios interlocutores sociales apenas dos semanas antes, aleja nuestro sistema jurídico del modelo social europeo, aproximándolo a antañones modelos autoritarios, de manera oportunista recuperados ahora en nombre de la libertad de empresa. En tercer lugar, la negociación colectiva deja de entenderse como un instrumento de corrección de las desigualdades contractuales, habiendo sido objeto, ella misma, de una flexibilización que altera su posición en el sistema de fuentes. La prioridad aplicativa concedida sin restricción alguna a los convenios de empresa y la supresión del régimen hasta ahora vigente de ultraactividad, además de poder generar un no deseable incremento de la conflictividad social, concibe al convenio colectivo como un simple utensilio al servicio de los intereses subjetivos empresariales, sustituible o modificable a su sola voluntad. La inaplicación de todas las condiciones de trabajo, incluso las salariales, del convenio sectorial expresa una concepción legal decididamente contraria al sistema vigente de negociación colectiva y a su estructura autónoma. En un contexto semejante, en fin, la garantía constitucional de la fuerza vinculante del convenio colectivo queda por completo desarbolada.
 
La regulación del despido, que se presenta de manera rutinaria como una forma de crear empleo, obedece realmente a un diseño destinado a otorgar fáciles y baratos mecanismos de liquidación y ajuste de plantillas, tanto en el sector privado como en el sector público. Y de hacerlo, adicionalmente, al margen de todo control. Desde luego, del sindical; pero también del administrativo e, incluso, del judicial. Como confiesa sin disimulo alguno el preámbulo de la norma, el propósito de la reforma es impedir el juicio de adecuación – con un evidente tono despectivo, el legislador excepcional lo denomina “juicio de oportunidad”- de los jueces sobre los despidos decididos por el empresario a partir de una definición justificativa que se mueve entre los dos extremos a descartar por cualquier legislador socialmente sensible: la mayor discrecionalidad y la más concreta identificación. La nueva regulación del despido no tiene más finalidad que reducir los costes del despido ilegal o improcedente, rebajando las indemnizaciones y suprimiendo los salarios de tramitación. Además de todo ello, y apartándose de manera grosera de los propósitos confesados de lucha contra la dualidad de nuestro mercado de trabajo, la reforma ahonda la precariedad mediante dos criticables medidas: la implantación de un contrato especial (de “apoyo de emprendedores”), cuya característica más llamativa reside en la posibilidad de despido libre durante un año de duración, y el encadenamiento de contratos de formación para los jóvenes, que pueden estar formándose hasta los 32 años en una misma empresa para el ejercicio de los más dispares e inconexos oficios.
 
Pero más allá de la crítica a sus contenidos concretos, queremos llamar la atención sobre el cambio de modelo que el RDL 3/2012 induce. Es éste un modelo opuesto al que conforma nuestra Constitución, el de la democracia social en una economía de mercado, que arbitra un equilibrio complejo entre el pluralismo social y la intervención normativa de tutela de los derechos laborales, y que sitúa en el centro de la regulación de las relaciones laborales a la negociación colectiva dotada de fuerza vinculante. En el diseño constitucional, la empresa es un territorio en el que el poder privado del empresario resulta racionalizado en su ejercicio mediante el reconocimiento de derechos de participación a los trabajadores. Este modelo nada tiene que ver ni con la concepción de la empresa como un ámbito de exclusiva gestión por el empresario ni con la noción del empresario como “el señor de su casa”.
 
Y es que las exigencias de equilibrio presupuestario que impone la Unión Europea ni exigían ni exigen en modo alguno una reforma de las relaciones laborales como la adoptada, contraria al estado social y democrático de Derecho, potenciadora del poder normativo unilateral del empleador y hostil a la acción colectiva de los sindicatos. Por lo demás, y no es lo de menos, la reforma laboral presenta numerosos puntos que contradicen directamente derechos y principios constitucionalmente reconocidos y desarrollados por una extensa jurisprudencia del Tribunal Constitucional, tanto en lo que se refiere al derecho al trabajo como al derecho de libertad sindical. Y además es en una gran parte contraria a los compromisos internacionales asumidos por España, tanto respecto a la Carta de Derechos Fundamentales europea como a los Convenios de la OIT sobre libertad sindical, fomento de negociación colectiva y terminación de la relación de trabajo.

– Alemán Páez, Francisco (UCórdoba)

– Alfonso Mellado, Carlos Luis (UValencia)

– Álvarez de la Rosa, Manuel (ULa Laguna)

– Aparicio Tovar, Joaquín (UCastilla-LaMancha)

– Ballester Pastor, Maria Amparo (UValencia)

– Baylos Grau, Antonio (UCastilla La Mancha)

– Cabeza Pereiro, Jaime (UVigo)

– Camas Roda, Ferrán (UGirona)

– Camps Ruiz, Luis (UValencia)

– Castiñeira Fernández, Jaime (USevilla)

– Correa Carrasco, Manuel (UCarlos III de Madrid)

– Cruz Villalón, Jesús (USevilla)

– Domínguez Fernández, Juan José (ULeon)

– Escudero Rodríguez, Ricardo (UAlcalá de Henares)

– Fernández López, María Fernanda (USevilla)

– Ferrando García, Francisca (UMurcia)

– Garate Castro, Javier (USantiago de Compostela)

– Galiana Moreno, Jesús (UMurcia)

– García Becedas, Gabriel (UAutónoma de Madrid)

– García Ninet, José Ignacio (U de Barcelona)

– Garrido Pérez, Eva (UCádiz)

– González Posada, Elías (UValladolid)

– Goñi Sein, Jose Luis (U Pública Navarra)

– Gorelli Hernández, Juan (UHuelva)

– López Gandía, Juan (UPolitécnica de Valencia)

– López López, Julia (UPompeu Fabra de Barcelona)

– Luján Alcaraz, José (UMurcia)

– Martínez Abascal, Vicente Antonio (URoviraVirgili deTarragona)

– Martínez Barroso, María de los Reyes (ULeón)

– Mella Méndez, Lourdes (USantiago de Compostela)

– Molero Marañón, María Luisa (UReyJuanCarlos de Madrid)

– Molina Navarrete, Cristóbal (UJaén)

– Monereo Pérez, José Luis (UGranada)

– Moreno Vida, María Nieves (UGranada)

– Navarro Nieto, Federico (UCórdoba)

– Nogueira Guastavino, Magda (UAutónoma de Madrid)

– Ojeda Avilés, Antonio (USevilla)

– Olarte Encabo, Sofía (UGranada)

– Palomeque López, Carlos (USalamanca)

– Pardell Vea, Agnes (ULerida)

– Pérez del Río, Teresa (UCádiz)

– Puebla Pinilla (de la), Ana (UAutónoma de Madrid)

– Quesada Segura, Rosa (UMálaga)

– Ramírez Martínez, Juan Manuel (UValencia)

– Rodríguez Escanciano, Susana (ULeón)

– Rojas Rivero, Gloria (ULa Laguna)

– Rojo Torrecilla, Eduardo (UAutónoma de Barcelona)

– Tortuero Plaza, José Luis (UComplutense de Madrid)

– Tudela Cambronero, Gregorio (UAutónoma de Madrid)

– Sanguineti Raymond, Wilfredo (USalamanca)

– Valdeolivas García, Yolanda (UAutónoma de Madrid)

– Valdés Dal-Re, Fernando (UComplutense de Madrid)

– Valdés de la Vega, Berta (UCastilla-LaMancha)

– Vicente Palacio, Maria Arantzazu (UJaume I de Castellón de la Plana)

– Vida Soria, José (UGranada)

 
Este manifiesto ha sido publicado el día de ayer 24 de marzo en el Diario El País. La publicación puede ser vista en el siguiente enlace:
 

 

 
 

El desiderátum de la flexibilidad interna

 

Benito Quinquela Martín, Cargando el horno de acero

(a propósito del II Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva 2012,2013 y 2014)

Aunque el reciente AENC ha sido presentado por los medios de comunicación esencialmente como un pacto de moderación salarial, incluye elementos de novedad que van más allá de los aspectos retributivos.

En particular, destaca por su novedad y lo detallado de su formulación la propuesta que los firmantes hacen a los sujetos negociadores de los niveles inferiores para que intro-duzcan en los convenios colectivos medidas dirigidas a favorecer la flexibilidad interna, en particular en materia de tiempo de trabajo, funciones y salarios, con el objeto de limi-tar el uso, hasta el momento preponderante, de las formulas extintivas y los contratos de duración determinada como mecanismos de adaptación.

El de promoción de la flexibilidad interna en sustitución de la externa es un camino que se inició a nivel legislativo en España, como es sabido, nada menos que con la reforma laboral de 1994. Sus resultados han sido en todo este tiempo, sin embargo, más bien modestos a pesar de la existencia de fórmulas legales cada vez más explícitas, debido al generalizado apego a la utilización, con el mismo fin adaptativo, de los despidos y la contratación temporal no causal. Un apego sostenido a lo largo del tiempo e incluso in-crementado en los últimos años, al que no ha sido ajena la decisión legislativa de facili-tar, en vez de dificultar, las extinciones contractuales no causales, aunque de coste ele-vado, mediante la creación del denominado despido exprés.

En un contexto como éste, es claro que la apuesta decidida de los agentes sociales, or-ganizaciones sindicales incluidas, por impulsar la flexibilidad interna, incluyendo para ello dentro del AENC la posibilidad de introducir incluso fórmulas de adaptación diná-mica y no sólo estática de la administración del tiempo de trabajo, las funciones y los salarios, requiere para ser verdaderamente eficaz de fórmulas legales de acompañamien-to que sean capaces de desincentivar el empleo mayoritario que se viene haciendo de su antagonista, la flexibilidad externa. Y muy especialmente de la de carácter no causal. Es decir, de medidas que dificulten los despidos y la contratación temporal que no respon-dan a causas objetivas, sin impedir aquellos que se funden en motivos empresariales ca-racterizados por la razonabilidad. Una opción que, así enfocada, no tendría por qué ser considerada desalentadora de la creación de empleo.

¿Será éste el camino que adoptará la próxima e inminente reforma laboral?

El texto del II AENC 2012, 2013 y 2014 puede ser descargado desde el siguiente enlace:

Acuerdo para el empleo y la negociacion colectiva 2012, 2013 y 2014

La instrumentalización del convenio colectivo

William Conor, Men of Iron (1922)

A propósito de la reciente reforma de la negociacíón colectiva

Todas las medidas de reforma del marco regulador de la negociación colectiva vigente en España, aprobadas a través del Real Decreto-ley 7/2001, de 10 de junio, apuntan en la misma dirección: favorecer la capacidad de adaptación de los convenios colectivos a las circunstancias específicas de las empresas y los cambios que puedan producirse a lo largo del tiempo en el entorno económico y productivo en el que éstas operan. Este objetivo conduce al legislador a introducir cambios en el Título III del Estatuto de los Trabajadores dirigidos a fomentar una mayor fragmentación de los tratamientos normativos, una más intensa disponibilidad de los contenidos de los instrumentos reguladores por quienes los negociaron y una más veloz sustitución de los mismos una vez concluida su vigencia.

El reforzamiento, tanto de la función de gobierno del sistema de negociación colectiva por parte de las organizaciones de los niveles superiores, como del poder de los sujetos negociadores sobre los productos generados por su actividad, que parecen desprenderse de algunos de los preceptos de la norma, tienen, en este contexto, un limitado valor instrumental, claramente subordinado a la consecución del objetivo de lograr una más completa “adaptabilidad” de los frutos de la autonomía colectiva a las expectativas empresariales. No debe perderse de vista que los márgenes de actuación de ambos se ven decisivamente condicionados por la presencia de expresos mandatos legales que “orientan” su aplicación en una determinada dirección.

El resultado es un paso más hacia la transformación de los convenios colectivos en un instrumento al servicio de las políticas de gestión flexible de los “recursos humanos”.

Frente a ello, me parece importante tener presente que la negociación colectiva solamente tendrá futuro si, sin dejar de responder a las sin duda legítimas expectativas empresariales de adaptación, continúa operando como un instrumento de regulación equilibrada de las relaciones de trabajo.

El texto del Real Decreto-ley 7/2001, de 10 de junio, de medidas urgentes para la reforma de la negociación colectiva, puede ser descargado en el siguiente enlace:

RDL 7/2011, DE REFORMA DE LA NEGOCIACION COLECTIVA

Sobre la viñeta de Forges, la huelga general y la reforma laboral

Goya, Saturno devorando a sus hijos, 1819-1823

 

(a modo de una declaración de principios)   

No es ésta una columna de opinión sino un espacio para la reflexión. Ni compete a quien esto escribe hacer  balance de la reciente huelga general o extraer las consecuencias políticas que de este acontecimiento se desprenden. Nada más extraño al propósito de esta bitácora o al empeño profesional de su autor, por más que éste, opinión sobre ambas cosas claro que tiene.   

Lo que me gustaría más bien, ahora que la secuencia reforma laboral-huelga general parece haber encontrado al menos un punto y seguido, es llamar la atención sobre el inmenso e innecesario desgaste que, reforma laboral tras reforma laboral (por algo Carlos Palomeque prefiere hablar de “la reforma laboral permanente”), viene ocasionándose a nuestras instituciones laborales, tanto jurídicas como sociales.   

Reforma tras reforma se van horadando las bases mismas de nuestro modelo democrático de relaciones laborales, introduciendo precariedad donde antes había estabilidad, arbitrariedad donde antes había causalidad, socavando además de tal manera las bases que permiten el ejercicio de los derechos de organización y actuación colectiva de los trabajadores, sin que esta política conduzca a resultados tangibles, ni en materia de creación de empleo, ni en términos de mejora de la eficiencia y productividad de nuestras empresas. Antes bien, puede incluso sostenerse lo contrario: a más precariedad y más arbitrariedad, más desempleo, más ineficiencia y menos productividad. No es de extrañar, por ello, que un humorista tan atento a los guiños de la realidad como Forges haya dibujado ese proceso como uno de creciente “canibalización” de la persona misma del trabajador.   

Nada de ello parece, sin embargo, que importe. Y, de hecho, creo que es así. No importa, ya que de lo que se trata, en verdad, no es tanto de crear instrumentos de gestión flexible del capital humano que permitan a los empresarios adaptarse a los cambios que se produzcan en un entorno cada vez más cambiante y competitivo, una opción que no tiene por qué ser considerada incompatible con la protección de los trabajadores, que solamente tiene sentido y viabilidad si es capaz también de adecuarse a dichas situaciones, sino de ofrecer al sector empresarial ventajas adicionales a las que ya venía disfrutando, con la “esperanza” de que ello incremente su “predisposición psicológica” a crear empleo o remueva sus reticencias a hacerlo. Y de paso, claro, al menos en esta ocasión, satisfacer la demanda de ajuste exigida por los acreedores de nuestra deuda. De allí el énfasis, en esta reforma y en las anteriores, más allá de la retórica contraria a la “dualidad” de nuestro mercado de trabajo, en el incremento de los poderes unilaterales vinculados a la extinción del contrato de trabajo y la reducción del coste de ésta.   

Pensar de tal manera es no comprender que, más allá del discurso interesado que busca “sacar tajada” de la crisis, los empresarios son sujetos económicos, cuyas decisiones de creación o no de puestos de trabajo dependen de sus expectativas de obtención de beneficios y no de otro tipo de factores. De allí que el marco legal precedente, a pesar de sus presuntas deficiencias, haya permitido la más vigorosa creación de empleo que se recuerde en este país. A la vez, claro, de haber hecho posible su mayor desplome.   

Por ello, y no por cualquier otra razón, es que creo que el rumbo debe ser enmendado. La desprotección de los trabajadores, la precariedad y la arbitrariedad no sólo no sirven para crear empleo sino que fomentan fórmulas y estilos de gestión empresarial ineficientes, ya que quitan a los empresarios todo incentivo para la mejora de los procesos productivos y el incremento de su eficiencia y productividad, haciéndolos depender de los bajos salarios y las formas precarias de contratación para competir (E. Cano). Además de desalentar el esfuerzo laboral y formativo de los trabajadores y no estimular su compromiso con los objetivos empresariales, claro está.   

La protección laboral, en cambio, si es administrada de forma adecuada, no solamente no es incompatible con la eficiencia y la competitividad empresarial, sino que la promueve. Antes que nada, porque favorece que el esfuerzo competitivo de los empresarios se oriente, descartando otras opciones más fáciles de implementar a corto plazo, precisamente, hacia la mejora de los sistemas de producción y el desarrollo de su eficiencia y productividad. Todo lo contario que el modelo anterior. Pero también porque fomenta el compromiso de los trabajadores con los objetivos empresariales y promueve el desarrollo de sus aptitudes y capacidades.   

Reformar las instituciones jurídico-laborales con el fin de adaptarlas a las necesidades de un entorno cada vez más cambiante y competitivo es, sin lugar a dudas, una necesidad. Hacerlo incrementando el poder de decisión unilateral de los empresarios y negándose a hacer frente a la precariedad, tiene todos los visos de ser más bien una necedad. 

En consecuencia, los derechos laborales, y en especial los de carácter fundamental, no sólo son relevantes porque sintetizan el valor de la persona y su prioridad sobre cualquier institución o medio (M. J. Añón) y porque constituyen un componente indispensable para el funcionamiento democrático y equilibrado de nuestras sociedades. Además, son un elemento necesario de cualquier estrategia empresarial de largo aliento, la cual solamente resulta viable si se asienta sobre la potenciación del valor factor trabajo en vez de en su degradación. Dicho en pocas palabras, los derechos laborales no pueden ser opuestos al desarrollo, ya que son parte esencial de éste (A. Sen). 

Defender estas ideas ha sido hasta el momento el motivo que me ha impulsado a dar vida semana tras semana a esta bitácora. Y seguirá siéndolo en el futuro. Con reforma laboral o sin ella.

La reforma laboral y el coste del despido: ¿tiene sentido premiar la arbitrariedad?

 

Bernhard Heising, Cristo se negó a obedecer, 1986-1988

 

A propósito de la sustancial reducción del coste del despido objetivo improcedente introducida por la Reforma Laboral     

Los que vienen son días previos a la convocatoria de la huelga general del 29 de septiembre, en los que los que las opiniones a favor y en contra de la ésta dominarán sin duda el escenario público. Un contexto como éste es poco propicio para la discusión sosegada y el intercambio sereno de puntos de vista. La coyuntura se presta, más bien, para otro tipo de debate, en el que priman las valoraciones de conjunto y los matices y cuestiones de detalle pierden relevancia.  Los matices y las cuestiones de detalle son, sin embargo, siempre importantes. Y en este caso resultan además -al menos en opinión de quien esto escribe- decisivos para realizar un juicio crítico sobre el paquete de  medidas de reforma adoptado.     

Si tuviese que elegir aquel aspecto de la reciente reforma laboral que merece una valoración más negativa, me quedaría sin dudarlo con la sustancial reducción de los costes del despido improcedente que a través de ella se ha llevado a cabo. En los pasados días llegó a mis manos un texto de José María Zufiaur sobre este tema titulado «El abaratamiento del coste del despido», en el que se ilustraban los efectos de esta medida a través de un cuadro que comparaba las cantidades que el empresario debía desembolsar en este supuesto antes del año 1994 y después de la Reforma Laboral de 2010. Simplificado y adaptado a lo que aquí quiero poner de manifiesto, el aludido cuadro puede ser presentado del siguiente modo:              

Evolución del coste del despido objetivo improcedente (CFCTI)  

   Indem.  FOGASA  Preaviso  S. T.  Total 
Antes  45  30  60  135 
1997  33  30  60  123 
2010  33  15  40 

Como puede apreciarse, el coste del despido improcedente se ha reducido, respecto de los «contratos para el fomento de la contratación por tiempo indefinido», cuya generalización propicia de manera decidida la Reforma de 2010, de manera más que significativa. Así, si tenemos en cuesta el coste de la extinción de un contrato de trabajo de un año de duración, la reducción es de nada menos que el 70 %, si se lo compara con los desembolsos que puede suponer la extinción no causal de un contrato indefinido ordinario (el coste, medido en días de salario, pasa de 135 a solamente 40).  Y del 67.7 %, de compararlo con lo que el empresario ha de pagar por extinguir de manera improcedente un contrato indefinido de la modalidad incentivada (40 días de salario en vez de 123).       

Aunque estos porcentajes decrecen conforme aumenta la antigüedad del trabajador, ya que algunos de los elementos a tener en cuenta en el cálculo (como el preaviso o los salarios de tramitación) no dependen ella, la diferencia resulta siempre muy relevante. Así, el «ahorro» de extinguir un contrato de este tipo cuando el trabajador acumula una antigüedad de cinco años es nada menos que del 40 % (de 255 a 140 días, siempre dentro de la modalidad incentivada), llegando a ser de todas formas del 31.1 % (de 783 a 540 días) tratándose de trabajadores que posean la antigüedad en la que se alcanza la indemnización máxima.         

No creo que valga la pena explicar con detalle cómo opera esta reducción. Baste con señalar que es el resultado de la acumulación de cuatro medidas distintas: a) la ampliación del espacio del «contrato para el fomento de la contratación por tiempo indefinido», con la consecuente extensión de su menor coste indemnizatorio por año trabajado en los casos de despido objetivo improcedente (33 días por año en vez de 45); b) la aplicación a esta clase de despidos de la asunción por Fondo de Garantía Salarial del abono de una parte de la indemnización equivalente a 8 días de salario por año de servicios; c) la reducción de 30 a 15 días del periodo de preaviso que debe concederse al trabajador en estos casos; d) la decisión de aplicar a estos supuestos la posibilidad de que el empresario impida el devengo de los salarios de tramitación mediante el reconocimiento de su improcedencia (despido exprés).           

La acumulación de semejante batería de medidas, todas ellas apuntando en la misma dirección, no creo que se deba a la casualidad. Antes bien, no me cabe duda de que responde a orientaciones claras de política del Derecho. ¿Cuáles pueden ser éstas? Mal que pese a los autores de reforma, creo que las mismas se deducen con total y absoluta transparencia del contenido de las decisiones que han sido descritas: el reforzamiento del poder de decisión unilateral del empresario en el gobierno de la relación de trabajo. O, dicho con aún más claridad: la legitimación de la arbitrariedad como forma de relación entre trabajadores y empresarios    

Es decir, en un aspecto tan decisivo para el conjunto de la dinámica de la relación laboral como es el relativo a su extinción, el legislador no solamente no promueve un uso responsable y serio de la potestad de despedir, sino que facilita su uso inmotivado y arbitrario, al «premiar» a aquellos empresarios que decidan extinguir al margen de todo motivo los contratos por tiempo indefinido de su personal con una sustancial reducción de los costes de tal decisión. Es más, puede decirse incluso que lo promueve, ya que la reducción alcanza su mayor extensión si el empresario recurre de manera deliberadamente falsa a las causas previstas por la ley y luego lo reconoce.         

¿Son estas medidas necesarias para una recuperación de nuestro mercado de trabajo? ¿Contribuirán a crear empleo? ¿Servirán para que en el futuro no experimentemos situaciones de drástica caída del empleo en situaciones de contracción económica como las que acabamos de atravesar? ¿Servirán para avanzar hacia la construcción de un nuevo modelo productivo que supere las deficiencias del que nos condujo a la situación en la que nos encontramos? Quienes hayan tenido la paciencia de leer hasta aquí pueden deducir cuál es mi respuesta a tan decisivas preguntas.            

El artículo de José María Zufiaur «El abaratamiento del coste del despido» puede ser descargado desde el siguiente enlace:    

http://www.nuevatribuna.es/noticia/39275/OPINI%C3%93N/abaratamiento-coste-despido.html 

La recepción del «modelo austríaco» y la causalidad del despido

   

Emilio Longoni, Reflexiones de un hambriento, 1894

 

Guiado por la idea, sobre cuyo origen existen pocas dudas, de que las indemnizaciones por despido son en España demasiado altas, el Real Decreto-Ley 10/2010 ha introducido un cambio fundamental en la forma de asumir su abono para los contratos celebrados después de su entrada en vigor.   

El cambio consiste en prever fórmulas de asunción de parte de su importe por fondos nutridos por cotizaciones  empresariales. La transición a este nuevo modelo se producirá en dos etapas: a) hasta el 31 de diciembre de 2011, se hace responsable al FOGASA del abono de una porción de las indemnizaciones por despido objetivo o colectivo equivalente a ocho días salario por año de servicios (DT 3ª); y b) luego de esa fecha, se pondrá en marcha un «Fondo de capitalización», inspirado en el denominado «modelo austríaco» de capitalización individual, que permitirá a los trabajadores acumular a lo largo de su vida laboral una cantidad equivalente a un número de días de salario por año trabajado aún por determinar, cuyo importe se reducirá de las indemnizaciones por despido a las que pudieran tener derecho, del que podrán disponer cuando sean despedidos o, en todo caso, al final de su vida laboral (DF 2ª).  

El descrito es un cambio que parecería beneficiar a todos. Así, si por una parte, las indeminzaciones no desaparecen ni se reducen, con lo que los trabajadores no sufren ningún recorte en sus derechos, por la otra, los costos de despedir disminuyen para cada empresa, al ser asumida parte de esa carga por fondos sostenidos solidariamente por todas. Si, además, esto debe hacerse «sin incremento de las cotizaciones empreariales», parecería que el Gobierno ha dado con una especie de «fórmula mágica» capaz de contentar a todos sin perjudicar a nadie.  

Son muchos y muy diversos los interrogantes y puntos de debate que suscita esta nueva orientación del tratamiento de una cuestión tan «sensible» como la de los costos de extinción del contrato de trabajo. De todas ellas, me voy a referir en este comentario, que cierra la serie de cuatro que decicaré a la última reforma laboral española, a la cuestión del tipo de despidos cubiertos por ambos sistemas.  

La anterior es una cuestión abierta respecto del «Fondo de capitalización», aún por crear, pero no del sistema ya vigente de asunción de parte de las indemnizaciones por el FOGASA, que afecta a los despidos objetivos y colectivos regulados por los artículos 51 y 52 del Estatuto, con independencia de su «calificación judicial o empresarial». Es decir, de si son considerados procedentes o improcedentes, en este último caso tanto por decisión judicial como por haberlo reconocido así el propio empresario (despido «exprés»).  

Lo que hace el nuevo sistema es, como salta a la vista, repartir una porción de los costos del despido entre todas las empresas. Asumir socialmente tales costos  puede tener sentido si lo que se busca es repartir los riegos derivados del desarrollo de actividades económicas en un mercado competitivo.  No, en cambio, si de lo que se trata es, más bien, de socializar la arbitrariedad. Algo que ocurre, evidentemente, cuando se cubre con este sistema también las extinciones sin causa (los despidos improcedentes), como sucede con el sistema que se acaba de poner en marcha.  

Una decisión de este tipo no fomenta un uso serio y responsable de la potestad de despedir. Más bien lo desincentiva, al «subsidiar» o «apoyar» igualmente las extinciones basadas en el solo arbitrio empresarial, siempre que se alegue, aún a sabiendas de que no se cuenta con él, el respaldo de los artículos 51 o 52 del Estatuto de los Trabajadores.  

En consecuencia, un sistema de ese tipo tendría sentido, en todo caso, si con él se buscase «premiar» o «favorecer» el despido basado en causas reales y serias, a la vez que «penalizar» o «desfavorecer» el despido sin causa, en el marco de una política de más largo alcance en tal sentido. La diferencia de costos indemnizatorios entre uno y otro se «ensancharía» con ello, haciendo aún menos deseable recurrir al despido improcedente.  

Al no incluir esta decisiva distinción, el sistema -al menos en su versión vigente- representa un ataque más a la de por sí debilitada causalidad del despido. Y, a través de ella, nada menos que al derecho al trabajo, que la Constitución de 1978 incluye en su artículo 35 como uno de los derechos garantizados a los españoles.  

¿Se corregirá esta deficiencia en el proceso de discusión parlamentaria de la reforma o se seguirá en esta senda de «descausalización» de nuestras instituciones laborales, tan afín por cierto al modelo productivo «precario- dependiente» que nos ha llevado a la crisis actual en España? 

¿Se puede combatir el uso injustificado de los contratos temporales sin reforzar su carácter causal?

   

Gustave Courbet, Los picapedreros, 1849

 

En los últimos años se viene imponiendo un enfoque singular de la orientación de las medidas de política social. De acuerdo con éste, la forma de hacer frente a las situaciones de injusticia o desigualdad no es intentando remover las causas que se encuentran en su base, sino creando «ventajas» o «privilegios» en favor de quienes las padecen, que les compensen «desde fuera» su estado.  

La manera como la reciente reforma laboral española aborda el objetivo de «restringir el uso injustificado de la contratación temporal», que campa a sus anchas en este país sin que ni la inspección de trabajo ni los tribunales laborales sean capaces de ponerle límites, constituye un buen ejemplo de ello.  

Siendo el recién indicado, en opinión del propio legislador, uno de los problemas nucleares del modelo de relaciones laborales actualmente vigente en España, era de esperar que el Real Decreto-Ley de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo aprobado el pasado 16 de junio contuviese orientaciones claras que permitiesen encauzar el empleo de los contratos de duración determinada hacia la atención de necesidades temporales en vez de permanentes de las empresas y ofreciesen, a la vez, criterios capaces de aportar certeza a la valoración judicial del recurso a los mismos.  

¿Qué es lo que ha hecho el legislador?  

Por sorprendente que parezca, ha renunciado a introducir elementos de juicio que favorezcan un uso más equilibrado y razonable de estos contratos, dejando intactas las definiciones de las causas que permiten recurso a los mismos (artículo 15, apartados a y b principalmente, del Estatuto de los Trabajadores), pese a que éstas, tal y como están redactadas, no parecen imponer ningún límite efectivo a su uso injustificado.  

Por el contrario, ha decidido ofrecer ciertas «ventajas» indirectas a quienes con contratados por esta vía y, por tanto, corren el riesgo de verse afectados por el fraude en su celebración. Estas ventajas son tres: a) fijación de un plazo máximo de duración para el contrato para obra o servicio determinado (tres años, ampliables hasta en doce meses más por convenio colectivo sectorial de ámbito estatal o, en su defecto, inferior); b) extensión de la regla que limita a veinticuatro meses el encadenamiento de contratos temporales a los supuestos en los que el trabajador ocupe distintos puestos de trabajo -y no sólo el mismo- en una misma empresa; y c) elevación progresiva (a lo largo de nada menos que cinco años y medio) de la indemnización por extinción de los contratos temporales para obra o servicio determinado y eventual por circunstancias de la producción (doce días por año de servicios, en vez de los ocho actuales).  

Como salta a la vista, las tres son medidas que no atacan el problema del uso masivo de la contratación temporal sin causa  desde su raíz. Si acaso, lo que pretenden es hacerlo de manera oblicua. Lo más grave de todo, sin embargo, no es sólo que se haya perdido una oportunidad más para «causalizar» el empleo de estos contratos. Al no venir acompañadas de un refuerzo de este elemento, las medidas en cuestión están en condiciones de desplegar precisamente el efecto contrario al que se supone que se ha pretendido con su implantación. Es decir, servir para facilitar el uso injustificado de los contratos de duración determinada en vez de dificultarlo.  

Este es el caso de la fijación de un plazo máximo para contrato para obra o servicio determinado. Además de no corresponderse con su naturaleza, el establecimiento de este límite temporal es capaz de ofrecer una apariencia inicial de legitimidad a todos aquellos contratos que se celebren por una duración inferior o que no lo superen. Máxime cuando no se clarifican los supuestos en los que procede recurrir a esta modalidad y se establece un arco temporal tan dilatado como el que aparece en la norma, asignándose además a la negociación colectiva el dudoso papel, no de imponer límites a su aplicación, sino de alargarlo aún más. No parece, pues, que la indicación de que estos contratos pueden llegar a durar hasta cuatro años refuerce su carácter causal. Más bien, el mensaje que se transmite de manera implícita es el contrario.  

Algo parecido puede decirse sobre la ampliación de los límites al encadenamiento de contratos temporales a los supuestos en los que el trabajador haya ocupado puestos de trabajo diferentes. La medida no es baladí, desde luego, pero sin el complemento de un refuerzo de la causalidad de los contratos cuyo encadenamiento se limita, tiene la virtualidad de transformar lo que debería ser un control de fondo sobre la existencia o no de un motivo válido para la contratación temporal en una cuestión de puro cálculo temporal, aportando además, al igual que en el caso anterior, un barniz inicial de legitimidad a los supuestos de encadenamiento de contratos de inferior duración. Todo ello sin tener presente que impide la celebración de sucesivos contratos de duración determinada por duraciones superiores incluso cuando las necesidades sean, de forma efectiva y demostrable, de naturaleza temporal.  

Incluso la (diferida en más de cinco años) elevación de la indemnización por finalización de estos contratos a doce días puede ser pasible de una crítica en el mismo sentido, ya que contribuye a «normalizar» el uso de estos contratos e incluso a dotarlos igualmente de una falsa apariencia de validez mientras se cumpla con el abono de la «penalidad» a la que se anuda su uso, sea éste justificado o no. Es más, desde esta perspectiva, habría incluso razones para entender que, si la causa de contratación es verdaderamente temporal, no existirían en realidad motivos para imponer el abono de una indemnización. Como de hecho no la hay, por ejemplo, tratándose de los contratos de interinidad. Establecerla sin reforzar su causalidad no sirve sino para transmitir, una vez más, un mensaje contradictorio.  

En consecuencia, no es seguro que estableciendo plazos máximos, por lo demás poco operativos, o indemnizaciones no necesariamente avaladas por la naturaleza de las cosas se consiga frenar la tendencia del empresariado español a tratar de solventar sus problemas de competitividad recurriendo a formas precarias de contratación que refuerzan su poder y permiten una reducción abusiva de los costos laborales. Antes bien, el riesgo es provocar el efecto contrario. En realidad, el único camino para ello, dentro de nuestro actual marco institucional, es reforzar el carácter causal de estos contratos, de forma que ofrezcan opciones válidas para la atención de las necesidades temporales de fuerza de trabajo de las empresas, pero sin dejar márgenes tan amplios como ocurre en la actualidad para su uso injustificado.  

La exigencia de claridad, certeza y rigor no sólo debe predicarse de la definición de las causas de despido, como viene reclamando el sector empresarial, sino de las de celebración de estos contratos. El buen funcionamiento de nuestro sistema de relaciones laborales así lo reclama.  

¿Serán los grupos políticos, ahora que la reforma se encuentra en proceso de discusión parlamentaria, conscientes de esta necesidad?

El contradictorio mensaje de una reforma insuficiente

Edvard Munch, Trabajadores retornando a casa

Lo que hace difícilmente asumible la reforma laboral aprobada en España el pasado miércoles 16 de junio a través del Real Decreto-Ley 10/2010 no es el diagnóstico que la inspira ni los objetivos que se propone, sino la falta de coherencia entre ambos y las medidas que se ha optado por introducir. 

El punto de partida de la construcción del Decreto está constituido por el entendimiento de que la gran incidencia que ha tenido en España la contracción de la actividad productiva sobre el empleo encuentra buena parte de su explicación en deficiencias del modelo de relaciones laborales imperante. En particular, en el «significativo peso» que dentro del mismo tienen «los trabajadores con contrato temporal» y en el «escaso desarrollo de las posibilidades de flexibilidad interna de las empresas». Ambos factores habrían contribuido a que el ajuste a las condiciones del ciclo económico se produjese, a despecho de otras opciones menos traumáticas, casi exclusivamente mediante la destrucción de puestos de trabajo. Nada menos que dos millones y medio en dos años. 

Es posible debatir sobre si el sistema legal es responsable de esta situación o en la base de ella se sitúa más bien la inclinación de los agentes económicos a hacer frente a su falta de competitividad a través de técnicas de gestión de los recursos humanos que favorecen el abaratamiento abusivo de los costes del trabajo. Lo que, en todo caso, no parece que pueda discutirse, al menos a partir de tal diagnóstico, es la conveniencia de adoptar medidas dirigidas a combatir la marcada preferencia del empresariado por la flexibilidad externa (contratos temporales y despido) frente a la interna (cambios en la jornada y las condiciones de trabajo) y su predilección por las formas de extinción no causal (no renovación de contratos temporales y despido disciplinario reconocido como improcedente) frente a las causales (despidos por razones empresariales). De hecho, es esto lo que se propone la reforma. Sus objetivos esenciales  son, en palabras de la exposición de motivos del Decreto, «corregir la dualidad de nuestro mercado de trabajo, promoviendo la estabilidad en el empleo» e «incrementar la flexibilidad interna de las empresas». 

Las medidas introducidas, sin embargo, no sólo no son coherentes con estos objetivos sino que terminan por trasmitir un mensaje contradictorio con ellas.  

La «reducción de la dualidad de nuestro mercado laboral» exige, como el propio legislador admite, medidas de dos tipos. Unas encaminadas a «restringir el uso injustificado de la contratación temporal» y otras a «favorecer una utilización más intensa de la contratación indefinida». Pues bien, a poco que se revise el contenido de la norma se advertirá el marcado desbalance entre ambas. 

Lo único que se hace a los efectos de limitar el empleo abusivo de los contratos a término es introducir un plazo máximo llamativamente extenso (nada menos que tres años, extensibles por convenio sectorial a cuatro) para los contratos temporales para obra o servicio determinado. Una medida que parece dirigida, más que a imponer límites a su empleo a legitimar todas las contrataciones que no los superen. Fuera se quedan, así, otras actuaciones seguramente recomendables, como la de reforzar el carácter causal de este contrato, vinculándolo a necesidades derivadas de un ciclo productivo no regular, o la de restringir su utilización en los supuestos de externalización de actividades permanentes. Por no hablar de la necesidad de causalizar también el empleo de los contratos eventuales por circunstancias de la producción y asignarles un plazo máximo acorde con su naturaleza. 

Esta llamativa insuficiencia contrasta con la gran atención puesta en el segundo de tales objetivos. Las medidas adoptadas, sin embargo, se dirigen en su totalidad a favorecer el empleo de los contratos de duración determinada a través del contradictorio método de facilitar y abaratar su extinción. Y en especial su extinción no justificada. El legislador asume aquí el discurso empresarial según el cual la razón de los males del mercado de trabajo español se encuentra en los elevados costos del despido. Y, en función de ello, dirige su atención a reducirlos hasta por cuatro vías. A saber: a) aligerando al limite de lo posible las exigencias causales de los despidos procedentes por motivos relacionados con el funcionamiento de la empresa, sujetos a un costo indemnizatorio inferior (veinte días por año de trabajo en lugar de cuarenta y cinco), mediante la exigencia de la sola demostración de una «razonabilidad mínima» de la decisión extintiva; b) extendiendo hasta su casi universalización (sólo quedan fuera las personas mayores de treinta y menores de cuarenta y cinco años que lleven inscritos como desempleados menos de tres meses o no hayan trabajado en los dos años previos) del contrato de fomento de la contratación indefinida, sujeto también a un costo indemnizatorio inferior en caso de despido improcedente (treinta y tres días por año de servicio en vez de cuarenta y cinco); c) ampliando la figura del despido exprés, que permite reducir el pago de los salarios de tramitación mediante el reconocimiento previo y expreso de su improcedencia, a los despidos por causas objetivas; y d) disminuyendo en ocho días de la cuantía de las indemnizaciones a abonar por el empresario en los despidos por razones empresariales, sean estos procedentes o improcedentes, mediante la asunción del pago de ocho días por año de servicios por el Fondo de Garantía Salarial.  Lo anterior no sólo permite apreciar con facilidad el desbalance manifiesto entre las medidas dirigidas a favorecer un uso más razonable de la contratación temporal y las que buscan promover la contratación por tiempo indefinido. También aparece con toda evidencia la inclinación del legislador a tratar de promover el uso de los contratos por tiempo indeterminado reduciendo las cargas y costos de su extinción sin causa.   

Si existe un despido que no hay que abaratar y facilitar, al menos cuando lo que se quiere es combatir el dualismo y la precariedad en el mercado de trabajo, ese es precisamente el despido improcedente. Por ello, la reforma debió centrar su atención, en todo caso, en tratar de hacer más simple y económico despido procedente, basado en razones empresariales acreditadas y serias, mediante una aplicación más selectiva de los recursos por ella diseñados (reducción de la carga indemnizatoria y asunción de parte de ésta por el FOGASA) centrada exclusivamente en esta clase de despidos. 

Al no haberlo hecho así, y persistir además la levedad del control sobre el uso injustificado de los contratos temporales, es de temer que la flamante reforma de 2010 no sirva sino para hacer aún más profundo el proceso de dualización de nuestro mercado de trabajo. Desalentando, de paso, el empleo de los mecanismos de «flexibilidad interna» que en otros pasajes de la norma se intenta impulsar.  

Se trata, por ello, de una reforma que, partiendo de un diagnóstico compartido por muchos es capaz de conseguir el efecto contrario al que se propusieron sus autores.   

El texto del Real Decreto-Ley 10/2010, de 16 de junio, de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo, puede ser descargado desde el siguiente enlace:  

http://www.boe.es/boe/dias/2010/06/17/pdfs/BOE-A-2010-9542.pdf   

ADDENDA: El debate en torno a la reforma laboral   

Se recogen a continuación otras opiniones publicadas en medios como este sobre la reforma laboral.    

El artículo de Carlos Alfonso Mellado, ¿Reforma laboral? Si, pero otra, publicado en el Diario El País el pasado 18 de junio y reproducido luego en el Blog de Antonio Baylos puede ser descargado desde el siguiente enlace:  

http://baylos.blogspot.com/2010/06/reforma-laboral-la-opinion-de-carlos.html   

El post de Antonio Álvarez del Cubillo, «Reflexiones: la reforma laboral y la crisis», aparecido en el blog del autor, puede ser descargado desde el siguiente enlace:   

http://tiempos-interesantes.blogspot.com/2010/06/reflexiones-la-reforma-laboral-y-la.html  

El artículo de Antonio Baylos, «La reforma del mercado de trabajo, fase dos de la terapia anticrisis», publicado en el Diario El País el pasado 20 de junio y colgado después en el blog del autor, puede ser descargado desde el siguiente enlace:   

http://baylos.blogspot.com/2010/06/la-reforma-del-mercado-de-trabajo-fase.html

El artículo de Antonio Gutiérrez, «Será más fácil despedir que flexibilizar», aparecido en el Diario El País el 22 de junio, puede ser descargado desde el siguiente enlace:

http://www.elpais.com/articulo/espana/Sera/facil/despedir/flexibilizar/elpepiesp/20100622elpepinac_4/Tes?pronto=1